sábado, 30 de enero de 2016

La Media Annata

En este breve trabajo estudiamos un peculiar impuesto del Antiguo Régimen: la media annata.
La Media Annata era un tributo real ordenado por el rey Felipe IV por un decreto del año 1631. Consistía en el pago a la Hacienda Real de la mitad de los ingresos obtenidos en el primer año de todos los cargos y oficios. Incluía los cargos eclesiásticos y los de nombramiento real en cualquier organismo o institución, y en todos sus estados, es decir, casi fue el único impuesto general de la Monarquía Hispánica. En todo caso, se dieron algunas exenciones, algo propio de la época. Este impuesto fue uno de los arbitrios que se establecieron para intentar acopiar recursos para una Hacienda Real exhausta ante los ingentes gastos militares del momento, en plena Guerra de los Treinta Años, aunque se mantuvo en el tiempo. Con los Borbones se introdujeron algunos cambios. En 1731 se aplicó la media annata a la creación y sucesión de títulos nobiliarios, incluida la grandeza, la máxima categoría.
La recaudación dependía de la Superintendencia General de la Hacienda. Su responsable directo era el subdelegado general de lanzas y medias annatas, que tenía su oficina, su contaduría en Madrid, lugar donde se expedían los principales títulos y nombramientos, dada su condición de Corte. También intervenía la Contaduría de Valores. En las provincias los intendentes, corregidores y subdelegados se encargaban del cobro y administración del tributo de los cargos existentes en sus lugares de jurisdicción.
En 1754 se aplicaron unas medias annatas especiales sobre los beneficios eclesiásticos iguales o superiores a los 300 ducados, así como a todas las pensiones de igual renta. Este tributo era administrado por el colector de Expolios y Vacantes.

Eduardo Montagut

miércoles, 27 de enero de 2016

El origen de la rebelión de los Países Bajos

La revuelta de los Países Bajos contra la Casa de Austria, que comenzó en 1566, es uno de los hechos capitales de la Historia de la Monarquía Hispánica hasta mediados del siglo XVII porque tiene, entre otras dimensiones, mucho que ver con la decadencia final de la misma por la sangría financiera que supuso una guerra de 80 años.
Felipe II
(Museo Bellas
Artes de Valencia)
Las guerras del emperador Carlos y del rey Felipe II con Francia hasta mediados del siglo XVI, en plena lucha por la hegemonía en Italia y en Europa, generaron ingentes gastos. Los Países Bajos, pertenecientes a la Casa de Austria por herencia borgoñona, tuvieron que contribuir al esfuerzo. Se calcula que entre 1551 y 1558 aportaron unos diecisiete millones de ducados. Pero en los momentos de paz también contribuían con un millón y medio anual como media, cantidad destinada al mantenimiento de las tropas de los Tercios que, por otro lado, cada vez eran menos toleradas por la población.
Pero la presión fiscal no era el único motivo de descontento. La segunda causa era más política, y protagonizada por los grupos privilegiados. En 1559, Margarita de Parma, hija natural del emperador Carlos, accedió a la responsabilidad de gobernar los Países Bajos. No era una figura muy adecuada para hacerse cargo de un Estado tan complejo, sobre todo si la comparamos con María de Hungría, su antecesora, dotada de una gran inteligencia política. Felipe II se marchó ese mismo año de los Países Bajos y dejó unas instrucciones muy rígidas e inflexibles de cómo había que gobernar. En esta tarea se contaba con el concurso de tres consejeros: el conde de Berlaymont, dedicado a cuestiones militares, Aytta Van Zwichem, que era un eminente jurista frisio, y con Granvela, a la sazón cardenal-obispo de Malinas. Indudablemente habían demostrado su valía como gobernantes y habían tenido un gran protagonismo hasta entonces, pero comenzaron a perder peso, ya que casi se convirtieron en simples figurantes, aunque desde la perspectiva de los gobernados, especialmente de sus élites sociales, eran considerados los responsables de las nuevas decisiones impopulares. Un sector de la nobleza, a pesar de pertenecer al Consejo de Estado, comenzó a organizarse como oposición. Entre ellos, destacaban el conde de Egmont y Guillermo de Nassau, príncipe de Orange. Por el momento consiguieron que Felipe II retirara las tropas y se deshicieron de Granvela en 1564.
La tercera causa del conflicto y, sin lugar a dudas, casi determinante, tiene que ver con la religión. Las quejas de la nobleza y la burguesía en cuestiones políticas y fiscales eran muy importantes pero no debe olvidarse la defensa de la disidencia religiosa. La población había tenido que aceptar la creación de catorce nuevos obispados que generaban nuevos y cuantiosos gastos. Por otro lado, los hijos segundones de la nobleza perdieron su derecho a acceder a determinados puestos, las canonjías, por lo que perdieron una importante salida personal. Pero, sobre todo, el gobierno recrudeció la represión sobre el calvinismo y el anabaptismo. Las condenas se multiplicaron de tal manera que se decidió que Egmont viajara a la corte madrileña para pedir a Felipe II que relajara la presión. Pero el monarca fue inflexible y en octubre de 1565 remarcó que había que aplicar de forma estricta la legislación contra la herejía. Además anunció que la Inquisición sería introducida en los Países Bajos. Estas decisiones provocaron un intenso descontento, aunque por el momento se intentó una vía política. Los calvinistas elaboraron un manifiesto, el “Compromiso”, que llegó a contar con el apoyo de un sector de los católicos, ya que era era contenido y formas muy moderado. En el mes de abril de 1566, a instancias de Guillermo de Orange, se envió una petición a Margarita de Parma, contra los edictos religiosos. Pero en el mes de julio se selló la alianza de los grandes señores con los calvinistas. Así pues, los distintos descontentos se imbricaron entre sí para desencadenar la insurrección. La nobleza y la burguesía estaban más interesadas en las cuestiones políticas y fiscales frente a la forma de gobernar de Felipe II, mucho más que en el conflicto religioso. En realidad nunca se destacaron por su fanatismo ni tan siquiera por unas prácticas religiosas muy marcadas, especialmente la alta nobleza y la burguesía más encumbrada. En los Países Bajos se había enseñado a las élites bajo los principios de un intenso humanismo. No concebían las estrictas reglas vitales de los calvinistas, pero tampoco entendían la rigidez del rey Felipe II, por lo que ante la necesidad de buscar aliados en su enfrentamiento con el monarca, unieron su descontento al de los calvinistas.
Eduardo Montagut

martes, 26 de enero de 2016

El conflicto de la Biga y la Busca en Barcelona y la guerra civil catalana

En el siglo XV se habían perfilado dos grandes grupos en la ciudad de Barcelona. Por un lado, estaría los denominados “ciudadanos honrados” (ciutadans honrats), es decir, grandes comerciantes, pero también por grandes rentistas, ya que, la crisis económica había provocado que un sector de la burguesía mercantil decidiese invertir en valores más seguros, como la tierra y las propiedades urbanas. Unos y otros constituían el patriciado urbano, es decir, la oligarquía que controlaba el gobierno municipal a través del partido de la Biga (“Viga”, en catalán).  Los bigaires, por tanto, tenían una sólida base económica y desarrollaron una mentalidad que, en cierta medida, les acercaba a la que poseía la nobleza
Por otro lado, los mercaderes, los profesionales y menestrales o artesanos eran un grupo que demandaba profundas reformas ante las dificultades económicas que padecían. Esas reformas atacaban los privilegios de la Biga. Con el apoyo de la realeza crearon su propio partido, la Busca (“astilla” o “viruta”, en catalán). Los buscaires, en realidad, pretendían acceder al poder municipal para poder llevar a cabo esas reformas. En cierta medida, también contaron con el apoyo del conocido como “pueblo menudo”. El lugarteniente real intervino en el conflicto posibilitando que la Busca accediera al gobierno municipal de Barcelona en el año 1453. Se mantuvo en el poder hasta 1462 cuando estalló la guerra civil. Durante este período de gobierno los buscaires emprendieron las reformas perseguidas: devaluación de la moneda para abaratar los productos catalanes y, de ese modo, ser competitivos en las exportaciones; medidas proteccionistas de la industria textil; así como, medidas políticas conducentes a democratizar el gobierno municipal y sanear la hacienda municipal.
Pero la Biga seguía controlando instituciones claves como las Cortes y la Generalitat. Desde estos dos resortes de poder se opusieron a las reformas de la Busca porque perjudicaban sus intereses. La devaluación de la moneda provocaba una clara disminución de sus rentas y el proteccionismo impedía a los grandes comerciantes la importación de textiles extranjeros de lujo, cuya venta les producía grandes beneficios.
El conflicto de la Biga y de la Busca terminó por integrarse en la guerra civil catalana de 1462, con el conflicto de los payeses de remensa en el campo, así como con el enfrentamiento de esa oligarquía barcelonesa con Juan II, partidari0 de fortalecer el poder real frente al tradicional pactismo.
La guerra civil catalana se complicó con deserciones de uno y otro bando y con la intervención extranjera. Al final, en 1472 el conflicto terminó con la rendición de Barcelona y la firma de la Capitulación de Pedralbes, en la que el monarca adoptó una actitud conciliadora. La cuestión de los remensas se solucionaría posteriormente con Fernando el Católico. A pesar de haber llegado la paz, Cataluña quedó arruinada.
Eduardo Montagut

lunes, 25 de enero de 2016

La Revolución de 1848 en Alemania

La Revolución de 1848 tuvo una doble vertiente en Alemania. Por un lado, se dieron Revoluciones en muchos de los Estados alemanes cuestionando el orden político existente en los mismos pero, por otro lado, y esto constituye una peculiaridad en relación con lo que ocurrió en otros lugares, se planteó una vía liberal hacia la unificación en el Parlamento de Frankfurt. Al final, tanto las Revoluciones particulares como este intento de plantear una Alemania unida bajo un signo relativamente progresista, fracasaron.
En la zona occidental de Alemania las Revoluciones llegaron con fuerza por dos razones. En primer lugar porque los Estados de esta zona estaban más desarrollados económicamente y, en segundo lugar, por su proximidad con Francia, el gran foco revolucionario. La situación fue algo distinta en el área sur y oriental, es decir, en Prusia, Sajonia y Baviera, donde el poder era muy fuerte y, por lo tanto, se hizo más complicado el desarrollo revolucionario, aunque terminaría por producirse. En Prusia los enfrentamientos entre los estudiantes y obreros contra el ejército provocaron que el rey Federico Guillermo IV tuviera que ceder y ofrecer la responsabilidad de gobierno a los liberales y aceptar la convocatoria de unas elecciones para la creación de una Asamblea Constituyente. Este hecho tuvo una honda repercusión en el resto de Estados alemanes porque Prusia era el principal reino, generando esperanzas al nacionalismo liberal.
En distintos lugares de Alemania se produjeron revueltas campesinas, generadas por la crisis económica, junto con fuertes revueltas urbanas que elevaron el tono de la protesta por su contenido político al reclamar el establecimiento de verdaderos regímenes liberales con constituciones, libertades y derechos, etc..
En Frankfurt se reunió el Parlamento Alemán Constituyente, que duró entre mayo de 1848 y marzo de 1849, y que presidió Henrich Von Gagern. El objetivo de esta asamblea era la aprobación de una constitución alemana y el nombramiento de un gobierno común. Pero en el Parlamento estallará la diversidad de proyectos por su heterogénea composición. Allí se sientan liberales que pretenden el establecimiento de monarquías constitucionales, junto con demócratas que tienden a la solución republicana y, por fin, casi socialistas por la defensa no sólo de las libertades sino, sobre todo, de la adopción de políticas sociales. Lo que une a casi todos es su acusado nacionalismo alemán, que llega a pedir la integración de muchos pueblos en Alemania, como Alsacia y Lorena, y hasta Bohemia, el Tirol y Holanda. Pero hay desacuerdos a la hora de delimitar qué es Alemania, es decir los límites de la nación alemana. Por un lado, está la idea de la Gran Alemania, con Viena como eje vertebrador y, por otro, la Pequeña Alemania con Berlín como centro. A esta Asamblea asistió un joven Bismarck, donde constató su aversión al parlamentarismo y la debilidad de Austria y otros Estados, reafirmándose en la idea de la potencia de Prusia.
Al final se aprobó una Constitución en 1849, que estableció el Imperio hereditario con un Parlamento o Reichstag con dos cámaras. La corona es ofrecida al rey prusiano. Pero los grandes Estados alemanes, es decir, Prusia, Austria, Baviera y Hannover rechazaron la Constitución porque no estaban dispuestos a ceder soberanía.
La reacción contrarrevolucionaria no se hizo esperar, capitaneada por Prusia. En su interior se establece una Constitución que impone un régimen moderado de sufragio muy censitario y muy restrictivo en lo referente a las libertades y derechos. Es el triunfo de la versión del liberalismo más conservador en alianza con el viejo orden. El poder consigue frenar la evidente fuerza de los sectores políticos más demócratas, republicanos y del creciente movimiento obrero, al disolver la Asamblea Nacional Prusiana que había reclamado profundos cambios políticos y hasta sociales.
Pero además Prusia no estaba dispuesta a que triunfasen Revoluciones en el resto de Alemania ni a que prosperase la versión liberal de una Alemania unificada. Se rechazó la corona imperial y se forzó la disolución del Parlamento de Frankurt. Alemania regresó a la fórmula tradicional de la Confederación Germánica. El ejército prusiano terminó por intervenir en distintos Estados alemanes para sofocar las Revoluciones.

Eduardo Montagut

domingo, 24 de enero de 2016

Los municipios en la Constitución de Cádiz

La Constitución de 1812 estableció en el capítulo I de su Título VI el diseño de los ayuntamientos en el nuevo Estado Liberal: organización, elección de sus miembros y sus competencias. Ningún otro texto del siglo XIX, salvo el proyecto constitucional federal de 1873, dedicó tanta atención al poder local. Las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876 plantearon que la cuestión municipal se regularía en leyes concretas, que generaron un intenso debate entre las dos grandes familias del liberalismo español –moderados y progresistas-, aunque no tanto en materia de competencias, como en la forma de articular la relación o vinculación entre el poder central y el local, sin olvidar la controversia sobre el sufragio.
En este artículo nos ceñiremos al estudio de las competencias que los legisladores de Cádiz quisieron para los ayuntamientos españoles, rompiendo con el complejo y variado entramado institucional, competencial y jurídico de los concejos del Antiguo Régimen. Estas competencias vienen establecidas en los artículos 321 y 322 del texto constitucional.
Los ayuntamientos españoles se encargarían de las cuestiones de salubridad de sus localidades respectivas. Las infraestructuras urbanas debían ser atendidas también por los consistorios: construcción y reparación de caminos, calzadas, puentes, cárceles y todo tipo de obras públicas, así como la conservación de sus montes y plantíos propios. También velarían en materia de orden público. Los ayuntamientos tendrían competencias educativas en el nivel de primaria, pero mucho más amplias en asuntos socio-sanitarios, si se nos permite emplear una terminología actual: hospitales, hospicios, casas de expósitos (inclusas) y todo tipo de establecimientos de beneficencia. Otro ramo de competencias, aunque un tanto vago, tendría que ver con el fomento de las actividades económicas: agricultura, industria y comercio. En este terreno es clara la influencia ilustrada en el texto.
En materia de hacienda local, fundamental para atender a las funciones asignadas, los municipios debían administrar e invertir según la legislación vigente y nombrar un depositario. En relación con la hacienda general, los ayuntamientos se encargarían del repartimiento y recaudación de las contribuciones y de remitirlas a la tesorería respectiva.
Los ayuntamientos serían competentes para elaborar las ordenanzas municipales, que debían ser elevadas a las Cortes para su aprobación, a través del canal de las Diputaciones Provinciales que, tendrían, a su vez, la obligación de emitir un informe sobre dichas ordenanzas.
El artículo 322 se refería a que si se aumentaban las competencias locales y los ayuntamientos no tuvieran financiación para atenderlas y que, en ese momento, procedían, como en el Antiguo Régimen, de sus bienes de propios, se podrían establecer otros arbitrios pero siempre y cuando fueran aprobados por las Cortes, vía Diputación Provincial, el organismo que canalizaba, como hemos visto, la relación entre el poder local y el legislativo. El artículo 323 dejaba clara la inspección y control que las Diputaciones Provinciales debían ejercer sobre los consistorios, especialmente en materia económica.
En conclusión, aunque los municipios españoles que establecía la Constitución de 1812 tenían muchas y variadas competencias, se planteaba un claro control sobre los mismos, a través de las Diputaciones Provinciales.

Eduardo Montagut

sábado, 23 de enero de 2016

Portugal y la Gran Guerra

En este artículo plantearemos brevemente unas nociones sobre la participación de Portugal en la Primera Guerra Mundial, un asunto poco conocido en nuestro país.
Portugal permaneció neutral al estallar la Gran Guerra aunque era claramente favorable a la Entente dada su tradicional alianza con el Reino Unido. Pero, en realidad, se combatió desde el principio, ya que a finales de agosto de 1914 los alemanes y los portugueses se enfrentaban no en Europa pero sí en África, en Mozambique y en Angola.
Salazar
Por su parte, los británicos obligaron a Lisboa a que incautarse de los barcos alemanes en puertos portugueses. Este hecho hizo que los Imperios Centrales, es decir, Alemania y Austria-Hungría declarasen la guerra a Portugal en el mes de marzo de 1916.
Entre los meses de marzo y abril de 1916 se creó el CEP, o Cuerpo Expedicionario Portugués, comandado por el general Fernando Tamagnini de Abreu e Silva. Este ejército llegó a tener unos cincuenta y seis mil hombres. En el verano de ese año se encontraba ya en el frente occidental, en Francia, y debía actuar bajo el mando británico, que nunca valoró mucho a estos soldados.
Los portugueses sufrieron intensamente en la etapa final de la guerra. En la ofensiva alemana de abril de 1918 fueron literalmente arrollados en la Batalla de Lys. Este hecho parecía confirmar las reticencias inglesas, pero Londres nunca tuvo en cuenta que los portugueses no habían sido adecuadamente adiestrados y su motivación era muy baja, habida cuenta de los escasos intereses portugueses en este conflicto. Además, no habían sido reemplazados y acumulaban mucho tiempo en el frente.
En noviembre de 1918 los portugueses volvieron a actuar y esta vez con mejor resultado. El número de bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos varían mucho entre los historiadores. En total oscilan entre veintiún mil y treinta y tres mil.
En los Tratados de Paz posteriores Portugal obtuvo el puerto de Kionga en la antigua colonia del África Oriental Alemana.
Otro aspecto importante de la participación de Portugal en la Gran Guerra fue el de las repercusiones interiores. La movilización militar y el colapso del comercio internacional generaron una grave crisis económica de desabastecimiento e inflación con su consiguiente alto coste social. El movimiento obrero anarcosindicalista se movilizó con numerosas huelgas y un claro incremento de la violencia. En 1917 se produjo el golpe de Estado de Sidónio Paris, abriendo una larga etapa de inestabilidad política que terminaría desembocando en 1926 en el golpe de Estado del General Carmona, y dos años después en el encumbramiento de Antonio de Oliveira Salazar.

Eduardo Montagut

viernes, 22 de enero de 2016

Virginia en los siglos XVI y XVII

La costa de Virginia fue conocida por los europeos cuando se organizó en 1523 una expedición por parte de Lucas Vázquez de Ayllón, cuyo objetivo era encontrar un posible paso a las Islas de las Especias por el norte. En 1526, este explorador trazó el mapa de la bahía de Chesapeake y estableció un poblado bautizado como San Miguel de Guadalupe. No está muy claro donde se situó, si en el posterior Jamestown o en la desembocadura del río Pedee. Posteriormente, los jesuitas, provenientes de La Florida, se establecieron en la región de Ajacan en 1570 pero a los pocos años fueron sustituidos por los franciscanos.
A comienzos del siglo XVII lo que hoy es Virginia estaba poblada por diversas tribus. Habría tres grandes grupos en función de sus diferencias lingüísticas. El más conocido sería el algonquino, destacando los powhatan. También estaban los nottoway y los mehterrin, que hablaban dialectos del iroqués. Los que vivían cerca de las montañas hablaban dialectos sioux.
Los ingleses se interesaron en Virginia en los tiempos de la reina Isabel I, que concedió a Sir Walter Raleigh unas ordenanzas para explorar y fundar una colonia al norte de la Florida. Al año siguiente, Raleigh exploró la zona, a la que denominó “Virginia”, quizás en honor a la conocida como reina virgen. Este nombre fue aplicado a la costa que va desde la actual Carolina del Norte hasta Maine.
El primer establecimiento plenamente organizado y perdurable se produjo a principios del siglo XVII cuando los colonos enviados por la Compañía Virginiana de Londres fundaron Jamestown en 1607, llamada así en honor al rey James I. Pero este establecimiento no fue fácil por graves problemas de insalubridad, de abastecimiento y por el acoso de los indios. Muchos colonos murieron. En 1622 se produjo la terrible masacre indígena que terminó con la vida de un tercio de la comunidad de los colonos.
Poco a poco se reconstruyó Jamestown y se comenzó la conquista y colonización interiores de Virginia, siguiendo el curso de los ríos hasta Fall Line. Los colonos eran los indentured servants, es decir los empleados con contrato. Se trataba de personas que después de varios años de trabajo recibían tierras como pago y, de ese modo, se establecían por su cuenta. La expansión se impulsó a raíz de la conocida como tiranía del rey Carlos I, pero se ralentizó mucho a partir de 1640. En esta época ya se generalizó la llegada de esclavos africanos. Las tierras de los nativos fueron expropiadas por la fuerza pero también por tratados, como el Tratado de Virginia con los indios del año 1677, que convertía a las tribus signatarias en estados tributarios.
En la década de los años ochenta del siglo XVII Virginia se había convertido ya en una colonia estable dominada por una minoría de dueños de grandes plantaciones, descendiente de los primeros indentured servants que habían progresado y que empleaban la mano de obra esclava, que les permitía una gran acumulación de beneficios. Las plantaciones eran de tabaco de una calidad que comenzó a ser apreciada en Europa. También se cultivaba trigo pero no para la exportación sino para el abastecimiento de la colonia.
En cuestión de organización política, en el año 1619 se estableció una Cámara de los Ciudadanos como órgano ejecutivo y una Asamblea legislativa. Virginia se mantuvo, en el plano religioso, fiel al anglicanismo.

lunes, 18 de enero de 2016

Los alguaciles de vagabundos en el Madrid del Antiguo Régimen

En este artículo analizamos un tipo de oficial destinado al control de los vagabundos o vagos, en expresión de la época. El poder no podía tolerar la existencia de personas sin domicilio fijo ni ocupación. Pero la realidad social de una España con graves carencias socioeconómicas fue muy tozuda. Las ciudades españolas y, muy especialmente, la Villa y Corte, estaban pobladas de marginados. En tiempos de los Austrias se optó por la represión pura y dura, mientras que en la de los Borbones, además de reprimir se pretendía, por clara influencia de la filosofía del despotismo ilustrado, que los vagabundos y vagos fueran útiles.
En el Madrid de los Austrias existía el empleo de alguacil de vagabundos que nombraba el Consejo y Cámara de Castilla. Su salario era de 40.000 mrs., como quedó señalado en el reinado de Felipe II, manteniéndose casi inalterable en el tiempo. En función de su cometido de detener vagabundos, vagos y pícaros, dependía de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte que, en alguna ocasión llegó a nombrar a alguno de estos alguaciles de forma interina. Debía presentarse todos los días para dar cuenta de sus presos ante los alcaldes de Corte. No podía apresar gente que no fuese vaga con lo que se pretendía delimitar sus competencias en relación con los alguaciles de Casa y Corte. En el reinado de Felipe IV muchos alguaciles de vagabundos fueron equiparados a alguaciles de Casa y Corte con ejercicio pero solamente en lo criminal, como aconteció con Isidro Suárez después de diez años de servicio como alguacil de vagabundos con una hoja de servicios que puede ser calificada de impresionante por la detención de doscientas personas con destino a las galeras, dieciséis reos ahorcados y más de mil doscientas personas de ambos sexos detenidas y condenadas al destierro. Pero a Suárez, también se le hizo alguacil de Corte criminal porque sirvió a la Hacienda Real con 400 ducados. Al final, después de nuevos servicios se le concedió la capacidad civil a su vara, en 1637.
Para ganar la condición de atender asuntos criminales fue necesario, al menos durante esa década, el consentimiento del Reino porque lo prohibía una Condición de Millones referida al control del número de varas de alguaciles en Madrid. Pero no hubo durante este siglo una política clara y constante en relación con la equiparación entre alguaciles de vagabundos y de Casa y Corte. En otros casos se les hizo alguaciles en causas civiles y criminales directamente, pero a fines del siglo solamente se les permitió atender asuntos civiles pero no criminales, al contrario de lo que vimos en el caso de Isidro Suárez.
La existencia de alguaciles de vagabundos obedecía a la política de control de estas personas por parte de los Austrias y existían en casi todas las ciudades y villas de la Corona castellana. El médico y escritor Cristóbal Pérez de Herrera abogaba porque en cada lugar hubiese más de un alguacil de vagabundos, concretamente, dos en las sedes de ambas Chancillerías y cuatro en la corte A estos alguaciles se les debía dar por cada vagabundo que prendiesen, “jugando o vagando en días de trabajo, o pidiendo limosna fingidamente en cualquier tiempo, sin traer la señal cierta que se les ha de poner de aquí adelante, dos reales, a costa de los bienes que se le hallaren; y si no tuvieren cosa que los valga, se les podrían suplir de gastos de justicia, porque con este premio, aunque moderado, tendrán cuidado de buscarlos -castigando con rigor ejemplar a los que se supiere que  se cohechan y no hacen su oficio con gran puntualidad.
Por lo expuesto, Pérez de Herrera abogaba por el sistema de pagar a las justicias dedicadas a estos menesteres por vagabundo apresado. El doctor es consciente, también de que esta forma de pago o premio podía generar corrupción y pidió que, tanto a los que cometían cohechos como a los negligentes, se les castigase. Pérez de Herrera deseaba completar el aparato institucional de lucha contra los vagabundos con la actuación de otros dos alguaciles de vagabundos bajo la jurisdicción de los corregidores de todo el reino, incluidos lugares que fuesen sedes de Chancillerías, Audiencias o de la propia corte.
En el siglo XVIII se continuó nombrando alguaciles de vagabundos. Con el despotismo ilustrado cambió el sentido de la política hacia éstos, reflejada en la Real Ordenanza de Vagos de 1775 y después en la década de los ochenta, con la creación de nuevas instituciones como las Juntas Generales de Caridad y las Diputaciones de Barrio. Pero ya antes de la irrupción de éstas por toda la Monarquía vemos funcionar la Comisión de Vagos en Madrid, establecida en 1766. Esta Comisión se encargaba de la vigilancia en Madrid para detener aquellos vagabundos que se encontrasen. Los aprehendidos podían ser expulsados hacia sus lugares de origen si eran fruto de la inmigración hacia la Corte, o destinados a obras públicas y, como tercera alternativa se les podía destinar a las levas. Esta institución era claramente represiva frente a los alcaldes de barrio con un cariz mixto entre lo represivo y lo preventivo que abarcaban más cuestiones puramente relacionadas con la policía de vagos y las Diputaciones de Barrio más preventivas y de control social. La Comisión era presidida por un alcalde de Casa y Corte y a sus órdenes tenía un cierto número de oficiales.

Eduardo Montagut

sábado, 16 de enero de 2016

El gobierno y la administración de América en tiempos de los Austrias

Las Indias fueron incorporadas a Castilla, que fue el reino que estableció el control político y económico de los nuevos territorios. El Imperio se organizó con una doble estructura: instituciones en la metrópoli castellana y organización territorial en el continente americano. En Castilla se articularon dos grandes instituciones, la Casa de Contratación de Sevilla y el Consejo de Indias. La primera fue fundada en 1503, siguiendo algunas pautas marcadas por la Casa da India de Lisboa. Tenía competencias en la organización del comercio entre Castilla y América, que solamente podía canalizarse a través de ella. Pero, además, controlaba la emigración al conceder licencias o permisos para marchar a América, ejercía de aduana, cobraba impuestos y, por fin, tenía misiones formativas de los pilotos de navegación y elaboraba mapas.
Los Reyes Católicos encargaron al capellán Juan Rodríguez de Fonseca la supervisión de los asuntos americanos pero la rapidez de los descubrimientos y conquistas de tantos territorios hicieron que estos asuntos adquirieran una dimensión casi abrumadora, por lo que Fonseca tuvo que contar con una serie de colaboradores, nombrados entre los miembros del Consejo de Castilla, que terminaron por funcionar  de forma oficiosa como un consejo aparte. Al final, sería el emperador Carlos el que tomase la decisión de crear un Consejo específico para las Indias en 1524. El Consejo Supremo y Real de las Indias tenía competencias jurisdiccionales sobre todos los territorios americanos y sobre la Casa de Contratación. Elaboraba la legislación de Indias, nombraba los cargos y fiscalizaba todos los asuntos americanos.
La administración colonial adoptó instituciones y organizaciones puramente castellanas pero con rasgos propios, dada la peculiaridad de los nuevos territorios.
La institución más importante era la del virrey, representante del rey en un territorio. El primero de todos ellos fue Colón, aunque su nieto renunció a esta dignidad a cambio de una serie de compensaciones. Cuando la conquista se estabilizó se crearon dos virreinatos: en 1535 el de Nueva España con capital en México, y unos años después el del Perú, con capital en Lima. El límite jurisdiccional entre ambos estaba en el istmo de Panamá. Los virreyes tenían amplísimos poderes porque eran representantes del monarca. En el siglo XVIII se reorganizaron los virreinatos creándose algunos más.
Las gobernaciones eran circunscripciones equivalentes, aproximadamente, a provincias, y regidas por gobernadores subordinados a los virreyes. Su número aumentó a medida que se conquistaban nuevos territorios.
Los corregimientos eran similares a las gobernaciones en cuanto a las funciones, pero los corregimientos tenían menores dimensiones. Generalmente, eran ciudades con sus territorios circundantes. Al frente había un corregidor. Se trataría de la institución más parecida a la castellana.
Las audiencias eran tribunales superiores de justicia, como en Castilla, pero en América tenían funciones de gobierno al lado  de los virreyes. En el siglo XVI se crearon diez audiencias, y luego fueron aumentando. Sus límites jurisdiccionales coincidirían, en gran medida, con las fronteras de los países que surgieron en los procesos de independencia del siglo XIX.

Eduardo Montagut

jueves, 14 de enero de 2016

Elizabeth Cady Stanton

Elizabeth Cady Stanton fue una destacada abolicionista, junto con su esposo  Henry Brewster Stanton, feminista y escritora norteamericana, natural del estado de New York. Nació en 1815 y murió en la ciudad de New York en el año 1902. Junto con L. Mott organizó en Seneca Falls (New York) el Congrego en Defensa de los Derechos de la Mujer, reunión fundamental en la historia de la lucha de las derechos de la mujer en Estados Unidos y en el mundo. En dicho Congreso se aprobó la Declaración de Seneca Falls (1848). Las ideas que se utilizaron para vindicar la igualdad de los sexos eran de corte ilustrado: se apeló a la ley natural como fuente de derechos para toda la especie humana, a la razón y al buen sentido de la humanidad como armas contra el prejuicio y la costumbre.
Al terminar la Guerra de Secesión, Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony protagonizaron un conflicto en el seno del sufragismo norteamericano, porque se negaron a apoyar las enmiendas de la Constitución que reconocían derechos políticos a la población afroamericana mientras se siguiera negando a las mujeres blancas y negras esos mismos derechos.
Nuestra protagonista no sólo fue una luchadora por el reconocimiento del derecho del sufragio femenino, sino que se interesó por otras cuestiones fundamentales que incidían en la desigualdad de la mujer: derechos en el seno de la familia, sobre la propiedad y el divorcio. Tuvo también preocupaciones relativas al control de la natalidad.
Elizabeth Cady fue presidenta del National Women Suffrage Association, también de la American Women Suffrage, y de la Conferencia Internacional Femenina de Washington. Fue cofundadora de la revista semanal “Revolution” en el año 1888.
Stanton publicó diversas obras. Entre las principales podemos citar: History of Woman Suffrage, en colaboración con Susan B. Anthony, en el año 1881. También se pueden destacar, The Woman Bible (La Biblia de las mujeres, 1895, 1898), y su autobiografía, Eighty Years and More (1898).
Incluimos un texto de nuestra protagonista del año 1892:
“La cuestión que quiero someterles francamente en esta ocasión es la individualidad de cada alma humana; nuestra idea protestante, el derecho de la conciencia y la opinión individuales; nuestra idea republicana, la ciudadanía individual. Al examinar los derechos de la mujer, debemos considerar, en primer lugar, lo que le corresponde como individuo, en un mundo que es suyo, el árbitro de su propio destino, un Robinson Crusoe imaginario con su mujer Viernes en una isla solitaria. En estas circunstancias sus derechos son utilizar todas sus facultades en favor de su propia seguridad y felicidad.
En segundo lugar, si la consideramos como ciudadana, como miembro de una gran nación, debe tener los mismos derechos que los demás miembros, según los principios fundamentales de nuestro gobierno.
En tercer lugar, vista como mujer, como factor igual en la civilización, sus derechos y deberes son también los mismos: la felicidad y el desarrollo individual.
Y, en cuarto lugar, son únicamente las relaciones incidentales de la vida, como ser madre, esposa, hermana, hija, la que pudieran implicar algunos deberes y preparación especiales.”


Eduardo Montagut

 http://losojosdehipatia.com.es/cultura/historia/elizabeth-cady-stanton/

miércoles, 13 de enero de 2016

La Disputa de Tortosa

La Disputa de Tortosa fue un episodio destacado en las tensas relaciones de los cristianos con los judíos en la Baja Edad Media. En 1391 había tenido lugar la intensa revuelta antijudía de Sevilla, y que se extendió por multitud de lugares. Además, en la Corona de Aragón San Vicente Ferrer estaba desarrollando una intensa campaña de predicaciones contra los judíos.
El deseo de los distintos poderes en los reinos cristianos peninsulares para que los judíos se convirtiesen al cristianismo promovió que se celebrasen en la Edad Media una especie de debates públicos sobre cuestiones básicas y claves de la religión. El más destacado de todos fue la que se conoce como la Disputa de Tortosa, que se dio entre 1413 y 1414. Fue convocada y presidida por el papa Benedicto XIII. Se invitó o forzó a participar a representantes de las aljamas aragonesas, los rabinos. El debate se centraría en dos puntos: la figura y la llegada del Mesías, y los supuestos errores de los libros talmúdicos. El público judío asistente lo fue por obligación. En realidad, hay que matizar el término de debate para este tipo de reuniones, o por lo menos procurar entender que no obedecían a las características de lo que nosotros entendemos por tal. Eran sesiones de adoctrinamiento para intentar forzar el reconocimiento de los supuestos errores de las autoridades religiosas.
Se celebraron sesenta y nueves sesiones, celebrándose casi todas en la propia Tortosa, aunque las últimas tuvieron lugar en la villa de San Mateo, en su Iglesia Arciprestal, en Castellón. El objetivo pretendido que, como hemos indicado, era el de promover las conversiones, se cumplió, ya que se produjeron muchísimas tanto voluntarias como forzadas en algunas destacadas aljamas como las de Alicante, Morella, Caspe y Lleida. La Disputa de Tortosa constituye uno de los factores claves para entender el declinar de los judíos en la Corona de Aragón. Al parecer, la clave del éxito estribó en que se emplearon los tipos de argumentos que empleaban los sabios judíos. Por eso se entiende que el peso del debate desde el lado cristiano lo llevaran judeoconversos como Jerónimo de Santa Fe, médico del papa Benedicto, y que San Vicente Ferrer había bautizado en 1412. Pero tampoco hay que olvidar la creciente presión que los judíos estaban recibiendo tanto en la Corona de Aragón como en la de Castilla.
La Disputa terminó con la lectura de la bula Elsi Doctoris el día 13 de noviembre de 1414. Las autoridades judías se vieron obligadas a firmar un documento en el que reconocían sus errores. También se quemaron libros judíos.

Eduardo Montagut

martes, 12 de enero de 2016

La intimidad en los comienzos del siglo XVIII

En el final del reinado de Luis XIV comenzó a cundir un nuevo espíritu que reaccionaba contra el “gran gusto” y planteaba como nuevos valores la intimidad y la comodidad. El siglo XVIII nacía con la defensa de un nuevo concepto del placer, alejado de la ostentación que los monarcas, la Iglesia y la nobleza habían empleado para demostrar su poder al pueblo. No significa que desaparezcan los rituales, algo consustancial a la monarquía absoluta, pero se simplifican o quedan en simulacros sin el aparato y la pompa anteriores. Ahora primará el placer, el gozo en el ámbito privado del rey y de los poderosos, lo que algunos han interpretado como el triunfo final del abuso de los privilegios, del inicio de la decadencia del Antiguo Régimen. Pero la burguesía enriquecida también se incorporó a esta nueva mentalidad aunque desde un origen y significado algo distintos. Los burgueses deseaban acceder al lujo doméstico ya que les acercaba a la nobleza y a su modo de vida, haciendo que se diluyesen u olvidasen sus orígenes no privilegiados.
En materia artística la Academia de Bellas Artes deja de ejercer la tutela y eso permite una mayor libertad. Frente al arte cortesano versallesco surge un arte de sociedad. La aristocracia y la burguesía rivalizarán en su papel de mecenas. El arte se vincula, pues, a un intenso mundo social en el ámbito urbano frente al mundo rural donde queda relegada y aislada la pequeña nobleza que no se ha enriquecido con el auge del capitalismo comercial cuando no se estaba empobreciendo.
En el arte de comienzos del siglo XVIII prima la decoración. En este sentido, son significativos los profundos cambios que se producen en el propio Versalles. Frente a los grandes salones de Luis XIV están los apartamentos que manda decorar Luis XV, y que eran asimilables a los de las casas particulares de la aristocracia o la alta burguesía. El rey quiere vivir en habitaciones más pequeñas, con mejor distribución y más prácticas, sin boato ni aparato. A mediados del siglo aparece el comedor como habitación específica muy vinculado al triunfo de la gastronomía, un placer dieciochesco. En los salones y gabinetes se incorpora la mesa de juego, otra gran pasión del siglo. Las habitaciones se adornan con delicadeza. Se abandonan los mármoles y los grandes dorados en los revestimientos para emplear más la madera con colores claros y vivos y finos motivos. En los techos ya no hay artesonados, las chimeneas se hacen más pequeñas y menos ostentosas. Encima de éstas se colocan espejos y bibelots, es decir, pequeños objetos y figurillas. Los muebles que pueblan estas habitaciones se hacen a medida y en armonía con el conjunto general. Pero la gran característica del mobiliario sería su confortabilidad y la intensa y delicada belleza de sus formas. Los ebanistas parisinos fabricaban maravillas con maderas exóticas. Es el imperio del sillón Luis XV, realizado para la comodidad porque se diseña para adaptarse a las curvas del cuerpo. Para este ámbito era necesaria una nueva pintura. Ya no se encargan grandes composiciones, sino pinturas que se adecuen a los nuevos espacios pequeños y delicados. Los temas principales serán escenas de vida doméstica y, sobre todo, retratos.

Eduardo Montagut

domingo, 10 de enero de 2016

La crítica nobiliaria al absolutismo en Francia

En la Francia de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII surge un grupo de críticos del absolutismo encarnado por Luis XIV desde una perspectiva no tanto liberal como profundamente aristocrática y, quizás por su contenido un tanto arcaizante, menos conocida. Efectivamente, en la década de los años noventa vemos a un grupo de grandes señores agrupados en torno al duque de Borgoña, y compuesto por Beauvillier, Crevreuse, Saint-Simon y Fénelon (preceptor del propio duque), que estaban cansados del auge de la burguesía, especialmente Saint-Simon y por lo que consideraban el despotismo de un rey ya anciano. Estaban pensando en un modelo monárquico harto distinto del que se había establecido desde Versalles. En esta monarquía se recuperarían los antiguos privilegios y prerrogativas de la nobleza. El absolutismo real se frenaría a través del reforzamiento institucional de los Estados Generales y de los provinciales. Estos Estados estarían dominados por la nobleza y controlarían la materia fiscal y otros asuntos de vital importancia. Además, el rey debería estar rodeado de consejos que le asesoraría en el gobierno. Habría que abolir la venalidad de los cargos y la vital figura del absolutismo territorial francés y que no era otra que la del intendente.
Estas ideas comenzaron a perfilarse en las Aventuras de Telémaco de Fénelon, publicadas en 1699. Fénelon se había significado, por su parte, con una carta enviada al rey en 1694 donde había una profunda crítica de la política de lujo que había empobrecido a  Francia, pero también donde criticaba con dureza la política de guerras emprendida por “motivo de gloria y de venganza”.
Pero, sobre todo, las críticas al absolutismo se exponen en las Tablas de Craulnes, un plan de reformas que es redactado en 1711 por Chevreuse y Fénelon para presentarlo al duque de Borgoña, el nuevo delfín. Las ideas de estos personajes inspirarán parte de las políticas de la época de la Regencia, especialmente la polisinodia, es decir, el establecimiento de los consejos dominados por esa nobleza que había sido apartada por el rey Sol para reducirla a la ociosidad. El propio Saint-Simon se convirtió en miembro del Consejo de Regencia y en figura clave de la política.
Pero lo que es más importante, este sustrato ideológico estará en la base de las reticencias y resistencias de la nobleza ante las pretensiones posteriores de los gobiernos de la Monarquía. Las propias ideas de Montesquieu, a través de la separación de poderes, que luego serían reinterpretadas por el liberalismo se nutren, en parte, de las reticencias nobiliarias al absolutismo, considerado como tiranía.
Por fin, es importante destacar que las pretensiones de la nobleza frente al despotismo real llegarían hasta el final del Antiguo Régimen, como se comprueba en el estallido de la crisis financiera del Estado francés en tiempos de Luis XVI y se canaliza a través de la conocida como la Revuelta de los Privilegiados, preludio de la Revolución francesa, aunque no deseada por dichos nobles.

Eduardo Montagut

miércoles, 6 de enero de 2016

La Antigüedad en el siglo XVIII

La Antigüedad ejerció una intensa influencia en el arte y la cultura del siglo XVIII a través, fundamentalmente, del estilo neoclásico. Es evidente que ya el Renacimiento había realizado una profunda relectura del mundo clásico y lo había reivindicado, pero tenemos que tener en cuenta que se circunscribía a la civilización grecorromana y a través de las ruinas y monumentos en Roma. Ahora, en el Siglo de las Luces, se ampliaba el conocimiento de la Edad Antigua a otras civilizaciones como la etrusca y, sobre todo la egipcia. Se inició el estudio de los jeroglíficos y se organizaron viajes que generaron bibliografía, destacando el Viaje a Egipto y Siria (1794) de Constantin Volney, obra que ejerció una clara influencia en Napoleón. Precisamente, el emperador organizó la primera gran expedición científica y artística a Egipto en relación con su aventura militar, y que posibilitó la publicación, ya en el siglo XIX, de la monumental Descripción de Egipto, que revolucionó el conocimiento que se tenía de esa civilización.
En este siglo XVIII comenzó el estudio exhaustivo de Grecia, iniciado con la obra descriptiva del inglés Stuart, titulada Antigüedades de Atenas (1762). En ese sentido, fue fundamental la aportación del alemán Winckelmann, prefecto de antigüedades y bibliotecario de Roma. Planteó que el verdadero arte antiguo era el griego mientras que el romano era una copia o adaptación. En 1764 publicó su Historia del Arte, que desencadenó una pasión sin igual por Grecia.
En relación con el ámbito romano las excavaciones de Pompeya y Herculano ejercieron una enorme influencia artística y cultural, sobre todo desde la publicación en 1787 de sus resultados. El impacto no fue solamente en la arquitectura o la escultura, sino también en las mal llamadas artes menores: mobiliario y decoración de interiores. Los europeos pudieron conocer cómo los romanos decoraban sus espacios y se intentaron imitar o interpretar sus motivos y formas.
La publicación de libros de arqueología y de grabados de monumentos y ruinas, fruto de la pasión editorial ilustrada, constituyó un medio fundamental para la difusión del conocimiento de la Antigüedad, como hemos visto ya con algunos ejemplos. Piranesi hará una intensa labor difusora con sus libros de grabados, aunque muchos de ellos serían interpretaciones muy personales y llenas de imaginación, pero dejaron en la retina de los europeos elementos arquitectónicos y escultóricos del mundo clásico que podían incorporarse al arte moderno.
Los viajes, como el Grand Tour de los nobles ingleses, fueron otro medio para el conocimiento y difusión de la Antigüedad. En 1749, Madame de Pompadour, encargó al arquitecto Souflot y al grabador Cochin que acompañasen a su hermano, el marqués de Marigny, en su viaje a Italia, con el fin de que se formase en el arte clásico, y que tanta influencia tuvo en el arte francés, gracias a al poder derivado de su cargo de director general de edificios del rey, responsabilidad que desempeñó entre 1751 y 1773. Por su parte, el conde de Caylus emprendió varias expediciones, como la que realizó para buscar las ruinas de Troya. Su gran aportación como anticuario fue la impresionante obra, Compendio de Antigüedades egipcias, etruscas, griegas, romanas y galas, cuya publicación se inició en 1752, y que se convirtió en una fuente fundamental donde bebieron muchos artistas neoclásicos.

Eduardo Montagut

lunes, 4 de enero de 2016

La crisis demográfica del siglo XVII en España

El siglo XVII se caracterizó por una clara crisis demográfica en todos los territorios de la Monarquía Hispánica, siendo más evidente en la Corona de Castilla. Se calcula que la población total no creció en toda la centuria, manteniéndose en unos ocho millones. La crisis demográfica no afectó a todos los territorios por igual, ni al mismo tiempo, y algunos remontaron antes que otros. El norte cantábrico y el área mediterránea se recuperaron antes que el interior castellano, que fue la zona donde las crisis económica y demográfica fueron más profundas y duraderas. Por su parte, en el siglo XVII comenzó un cambio en la distribución de la población. El interior se fue despoblando a favor de las periferias marítimas.
Las crisis demográficas fueron debidas a las crisis agrícolas y de subsistencias con incidencia virulenta de epidemias, combinación típica de las sociedades preindustriales. El inicio del siglo  coincidió con varios años de malas cosechas y con la llegada de la denominada peste atlántica. Esta epidemia se extendió desde la costa cantábrica hasta Andalucía, entre 1596 y 1602. En muchos aspectos recordó la antigua peste negra por sus efectos, ya que es fácil que murieran medio millón de personas en la Corona de Castilla. Hubo otras dos oleadas de peste durante el siglo. La segunda se dio entre 1647 y 1652, en plena crisis general de la Monarquía Hispánica y que afectó más a los reinos mediterráneos de la Corona de Aragón. La tercera oleada de peste tuvo lugar entre 1676 y 1685, incidiendo en el noreste de Andalucía y en Murcia. Las malas cosechas, por su parte, se repitieron de forma periódica durante gran parte del siglo.
Un tercer factor a tener en cuenta para entender el descenso demográfico tiene que ver con las continuas guerras que se dieron por la intensa política exterior de los Austrias para intentar mantener la hegemonía en Europa y que terminó perdiéndose en beneficio de Francia. Pero, además, en la propia península Ibérica se dieron importantes guerras: la sublevación de Cataluña y la guerra de Portugal. Las guerras inciden en la demografía no sólo por las muertes que producen directamente sino por los niños que dejan de nacer al disminuir la población joven masculina que está en edad de procrear. Por último, las levas de jóvenes incidieron en la crisis de la agricultura, ya que restaron mano de obra.
La expulsión de los moriscos en tiempos de Felipe III, entre 1609 y 1614, contribuyó a una importante pérdida demográfica, más aguda en  los reinos de Valencia y Aragón. También debe tenerse en cuenta la emigración a América, con especial incidencia en Castilla.

Eduardo Montagut


domingo, 3 de enero de 2016

La corrupción en las fuentes literarias del Antiguo Régimen: el caso de los alguaciles

Las alusiones sobre la corrupción en los niveles medios y bajos de la administración en el Antiguo Régimen aparecen con cierta frecuencia en la literatura, especialmente en la de los Siglos de Oro. La inclusión de los alguaciles se convirtió en un recurso muy socorrido cuando se quería tratar un episodio satírico porque casi siempre se les ponía en evidencia con el consiguiente regocijo general. Esta literatura, a pesar de que pudiera exagerar en algún punto, refleja un nivel alto de corrupción. En este sentido Deleito y Piñuela nos dice lo siguiente:
“A las trapacerías y a los excesos de los pícaros que  se pudieran llamar profesionales, contribuía la autoridad con su indulgencia unas veces, su indiferencia o su conducta arbitraria, otras, y su complicidad en muchas ocasiones. Nada eficaz hizo el Gobierno español en los siglos XVI y XVII para moralizar las costumbres y castigar la delincuencia, y los funcionarios de la justicia, desde los más altos a los más bajos, lejos de aplicar ésta rectamente, daban ejemplo funestísimo de incumplimiento de su deber, cuando no de venalidad frecuente.”
En efecto, un alto grado de corrupción se desarrollaba en el entorno de la justicia en el siglo XVII, teniendo los alguaciles un protagonismo, quizás solamente superado por los escribanos. Deleito alude a los manejos que tenían un alguacil y un escribano en Sevilla en la novela ejemplar cervantina El coloquio de los perros. Al parecer, según Berganza, el alguacil en cuestión era íntimo amigo de un escribano, estando ambos amancebados con dos mujeres. Éstas les servían para sus propósitos, ya que las utilizaban como prostitutas a la caza de la multitud de extranjeros que la riqueza y el comercio ultramarino atraían a Sevilla. Una vez avisados los dos ministros se presentaban y apresaban a los protagonistas por amancebamiento. Pero su destino no era la cárcel, ya que, “los extranjeros siempre redimían la vejación con dineros”. Lo que aquí nos interesa destacar es como se provocan delitos para sacar un provecho que, por lo demás, no tiene que ver con la apertura de diligencias, sino con su olvido a cambio de un soborno. El ingenio relatado en una obra literaria se corresponde con la realidad descrita por el cronista, siendo esta vez el protagonista un alguacil de Casa y Corte en Madrid. Dejemos hablar a Jerónimo de Barrionuevo:
“…hijo del sangrador del Rey, fue pidiendo a todos cuantos grandes señores y presidentes hay en la Corte,  fuentes, jarros, y saleros para un bateo, sin perdonar  a Presidente, Inquisidor General et reliqua. Dicen  juntó más de 60 piezas grandes, y 120 de las menores. Fue a Palacio, donde los corredores se las empeñar todas a diferentes personas, sacando lindo dinero, todo  en doblones; que como era alguacil, no hubo duda en la  seguridad ni en el trato. Hase desaparecido y cada cual ha cobrado lo que era suyo, quedándose sin el dinero los que lo dieron. Cada día suceden de estas en la  Corte, donde sólo se trata de engañar los unos a los  otros”.
Luis Vélez de Guevara nos cuenta en El diablo cojuelo, en Sevilla otro caso. Se trata de uno de los últimos episodios, y donde aparece un alguacil:
“-Vuesas mercedes no se alboroten, que yo vengo a hacer mi oficio y a prender no menos que al señor Presidente,  porque es orden de Madrid y la he de hacer de Evangelio. (…) El Cojuelo, arrimándose al Alguacil, le dijo aparte,  metiéndole un bolsillo en la mano, de trescientos escudos:
-Señor mío, vuesa merced ablande su cólera con este diaquilón mayor, que son ciento y cincuenta doblones  de a dos.
Respondiéndole el Alguacil, al mismo tiempo que los  recibió:
Vuesas mercedes perdonen el haberme equivocado, y el señor Licenciado se vaya libre y sin costas, más de  las que hemos hecho; que yo me he puesto a un riesgo  muy grande habiendo errado el golpe”
Pero es, sin duda alguna, la obra de Mateo Alemán Guzmán de Alfarache la que retrata a los alguaciles de la forma más cruda. No creemos que se haya escrito un párrafo más demoledor contra estos oficiales del rey, a la vez que introduce una interpretación del fenómeno de la corrupción al vincularlo a la venalidad de los cargos, de ahí que merezca nuestra atención:
“…compró aquella vara para comer, o la trae de alquiler, como mula, y para comer ha de hurtar, y a la  voz de: Alguacil soy, traigo la vara del rey, ni teme al rey ni guarda ley…”
Para cerrar el siglo XVII nada mejor que hacerlo con Francisco de Quevedo que en su obra La hora de todos y la fortuna con seso ridiculiza a un alguacil,
“II. Por la misma calle poco detrás venía un azotado, con la palabra del verdugo delante chillando, y con las mariposas del sepan cuantos detrás, y el susodicho en un borrico, desnudo de medio arriba, como nadador de  rebenque. Cogióle la hora; y derramando un rocín al  alguacil que llevaba, y el borrico al azotado, el rocín se puso debajo del azotado, y el borrico debajo del   alguacil; y mudando lugares, empezó a recibir los  pencazos el que acompañaba al que los recibía, y el que los recibía, y el que los recibía a acompañar al que le acompañaba”.
La imagen negativa sobre los alguaciles pasó al siglo siguiente. Feijoo en su Teatro Crítico Universal trata acerca del comportamiento de los alguaciles y los escribanos, siendo crítico pero con grandes dosis de ironía, como al final del párrafo que entresacamos:
“En todas partes se oyen clamores contra el proceder  de los Alguaciles y Escribanos. Creo que si se castigasen dignamente todos los delincuentes que hay  en España se convertirían en remos. Los Alguaciles están reputados por gente que hace pública confesión  de la estafa. Si es verdad todo lo que se dicen de ellos, parece que el demonio, como siempre, procura contrahacer o remedar a su modo las obras de Dios: al ver que en la Iglesia se fundaban algunas Religiones mendicantes para bien de las almas, quiso fundar en los Alguaciles una Irreligión mendicante para perdición de  ellas. Su destino es coger los reos; su aplicación, coger algo de los reos, y apenas hay delincuente que  no se suelte, como suelte algo el delincuente”,
es decir, de nuevo el cohecho, el sacar partido de las prisiones, del ejercicio de las funciones para sacar un provecho personal, hasta tal punto que Feijoo convierte a los alguaciles en nada más y nada menos que en una “Irreligión mendicante”.
La mala estampa de los alguaciles viene corroborada por el testimonio de otro escritor de la época. Diego de Torres Villarroel citará en su Vida a los alguaciles entre los personajes y situaciones que le causaban más que preocupación:
“Los que producen en mi espíritu un temor rabioso, entre susto y asco, enojo y fastidio, son los hipócritas, los avaros, los alguaciles, muchos médicos,  algunos letrados y todos los comadrones”,
y por ello,
“Siempre que los veo me santiguo, los dejo pasar, y al  instante se me pasa el susto y el temor”.
Por fin, en un siglo XVIII muy avanzado, Ramón de la Cruz, en su sainete La Plaza Mayor, alude a un tipo de soborno a un alguacil, que debía ser de lo más habitual,
“Lorenza: Perdone usted la llaneza
y tome estas dos lombardas
Alguacil: ¿Y cuánto he de dar por ellas?
Lorenza:  Y están pagadas”
Casi todas estas citas literarias nos han perfilado una situación en la que los miembros visibles de la administración del orden y la justicia, los alguaciles en nuestro caso, aparecen criticados y hasta ridiculizados. Pero conviene matizar que abundan también presencias en la literatura, especialmente dramática de nuestros Siglos de Oro, así como en los sainetes del XVIII, en que los alguaciles aparecen, eso sí sin papel destacado, cuando la presencia de la justicia se hace necesaria en el transcurso o desenlace de la trama dramática.

Eduardo Montagut