martes, 29 de marzo de 2016

Los inicios del nacionalismo en el siglo XIX

El nacionalismo está presente en el debate político, tanto dentro como fuera de nuestro país. En este artículo pretendemos ofrecer algunas claves para intentar entender qué es el nacionalismo, partiendo de su surgimiento en el siglo XIX.
El concepto de nación como comunidad política con derecho a contar con un Estado organizado es una de las herencias ideológicas de la Revolución francesa. Anteriormente, existía la lealtad personal de los súbditos al monarca absoluto pero, después de la Revolución esta vieja lealtad se sustituyó por otra, la lealtad legal de los ciudadanos a una Constitución. Los individuos debían pertenecer a una comunidad y compartir con otros una cultura, lengua y costumbres para poder ejercer los derechos políticos propios de todo ciudadano.
Los liberales intentaron sustituir los viejos Estados absolutos de súbditos por Estados nacionales, formados por hombres libres, por ciudadanos. En la época de las guerras napoleónicas las ideas del nacionalismo comenzaron a extenderse por Europa. La oposición a la ocupación francesa y a los sistemas políticos que Napoleón impuso, propició que diversos pueblos se enfrentasen al ejército napoleónico buscando su propio camino para constituirse en Estados. El Congreso de Viena y el sistema de la Restauración no respetaron los intereses de muchos pueblos europeos cuando rediseñaron el mapa de Europa, provocando que el nacionalismo se convirtiera en una fuerza opositora a este sistema de la misma importancia que el liberalismo.
El nacionalismo del siglo XIX fue un fenómeno político y social complejo, ya que tuvo dos vertientes: una liberal, y otra tradicionalista, de raíces conservadoras, aunque es fácil encontrar en muchos movimientos nacionalistas una mezcla de principios de una y otra.
El nacionalismo liberal defendía el derecho de los pueblos a liberarse de tiranías extranjeras y la necesidad de la solidaridad de unos pueblos con otros en sus respectivas liberaciones nacionales. Para este nacionalismo cualquier comunidad podía convertirse en una nación si así lo deseaba, Giuseppe Mazzinibuscar los medios para emanciparse y formar un Estado o unirse a otro ya existente con el objetivo de crear uno nuevo. De esa misma forma, cualquier persona podría cambiar de nacionalidad con sólo desearlo. Por eso se trata de un nacionalismo basado en la voluntad, ya fuera de una comunidad, ya de un individuo. Este nacionalismo fue seguido, principalmente por los liberales demócratas franceses e italianos, destacando la figura de Giuseppe Mazzini.
El nacionalismo tradicional o conservador consideraba que las naciones no se basaban en la decisión o la voluntad de los pueblos o de los individuos, sino que existían previamente como realidades objetivas ineludibles. Esas naciones tendrían rasgos geográficos, culturales, lingüísticos y hasta étnicos propios diferentes a los de otras naciones. Esos rasgos acompañarían a las personas estuviesen donde estuviesen. Una comunidad constituía una nación cuando la historia, la tradición, la cultura y la lengua así lo determinaban. Todo el que perteneciera a esa comunidad pertenecería, asimismo a la nación y debía compartir esos rasgos nacionales, ya fuera de grado o por la fuerza. No era una cuestión de voluntad como en el nacionalismo liberal. El nacionalismo conservador tuvo mucha importancia en Alemania, destacando la figura de Fichte.
Por otro lado, hubo también dos modelos de nacionalismo. En primer lugar, hablaríamos de un nacionalismo unitario, que pretendería reunir en un único estado pueblos separados pero con una nacionalidad común. En segundo lugar, tendríamos un nacionalismo disgregador o separatista, que buscaría la fragmentación de Imperios o Estados para formar Estados-nación.

Eduardo Montagut

martes, 15 de marzo de 2016

El Partido Galeguista

El Partido Galeguista fue fundado en diciembre de 1931 en Pontevedra. En la asamblea donde se creó la nueva formación política confluyeron varios sectores políticos y culturales galleguistas, aunque, sin lugar a dudas, destacaban dos formaciones: el Partido Galeguista de Alfonso Castelao y Alexandre Bóveda, implantado en Pontevedra, y el Partido Nazionalista Repubricán, procedente de Orense,  liderado por Vicente Risco y Ramón Otero Predayo. También estaban presentes el Grupo Autonomista Galego de Vigo, Labor Galeguista y representantes de la Federación de Sociedades Galegas de Argentina, dado el peso de la emigración gallega en aquel país.
Castelao
El programa del nuevo partido se basaba en una serie de principios nacionalistas: la defensa de la autonomía gallega y de la personalidad política de Galicia, pero también defendía el cooperativismo y el europeísmo. Pero en el seno del partido había varias sensibilidades y posicionamientos. Existiría un sector de izquierdas con Castelao y Bóveda, como principales líderes, frente a otro de derecha, con Risco como principal personaje, que rechazaba las relaciones del partido con la izquierda española, y que, como veremos, terminará escindiéndose. En relación con la cuestión estrictamente nacionalista, habría que destacar la postura claramente independentista de la Sociedade Nazionalista Pondal de Buenos Aires.
La formación tendría una base social interclasista formada por la pequeña burguesía urbana, propietarios agrarios e intelectuales. El partido alcanzó una gran implantación social en Galicia. Se calcula que llegó a tener unos tres mil afiliados en sus primeros momentos. Sus juventudes se agruparon en la Federación de Mocedades Galeguistas, fundada en 1934 y con evidente fuerza. El órgano del partido fue el semanario A Nosa Terra.
El Partido Galeguista se empeñó en que debía redactarse y aprobarse un Estatuto de Autonomía para Galicia. En 1932 participa, junto con el Partido Republicano Gallego y Acción Republicana, en la elaboración del proyecto. En las elecciones municipales de abril de 1933 obtiene unos pésimos resultados, provocando un debate interno sobre el camino a seguir. El ala izquierda pretende un acercamiento hacia los republicanos de izquierda del Estado, pero los conservadores de Risco se imponen en la asamblea de octubre de 1933 y el Partido Galeguista se presenta a las elecciones generales en solitario, aunque no se consigue sacar ni un solo escaño. El nuevo gobierno radical paraliza el proceso autonómico gallego.
Aunque el Partido Galeguista no participó en la Revolución de 1934, son desterrados Castelao y Bóveda y se suspende la publicación de A Nosa Terra. Estos hechos no son nada positivos para el partido, con una clara caída de la militancia, pero determinan que se imponga la tesis de un acercamiento hacia el republicanismo de izquierdas como único medio para que se pudiera aprobar el Estatuto de Galicia. El ingreso del Partido Galeguista en el Frente Popular provocó que el ala conservadora se saliera del mismo y formara la Dereita Galeguista, con Risco al frente. La militancia se recupera y se llega a la cifra de cinco mil afiliados.
En las elecciones de febrero de 1936 el Partido Galeguista consigue tres escaños en las Cortes. Castelao sale elegido diputado por Pontevedra.
El día 28 de junio de 1936 se celebra el referéndum para la aprobación del Estatuto de Galicia, que es aprobado.
La guerra paralizó la actividad del Partido en Galicia, dado el triunfo casi inmediato de la sublevación en la región. Algunos destacados galleguistas, como Bóveda, son fusilados o sufren una dura represión. En 1937, el Partido Galeguista abre una sede en Barcelona, y se edita Nova Galicia,  periódico dirigido por Castelao. La derrota de la República provocó el inicio del exilio. El galleguismo se mantuvo en Argentina, donde Castelao se empeñó en la tarea, y también en Uruguay. En el interior, el Partido Galeguista se reorganiza en los años cuarenta con una estrategia más cultural, que le enfrenta a los galleguistas del exterior. En 1978 el Partido Galeguista fue refundado.
Eduardo Montagut

lunes, 14 de marzo de 2016

Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 suponen un hito fundamental porque abren la etapa contemporánea en la historia de España. Intentaremos dar algunas claves sobre este proceso histórico.
Ante el vacío de poder que produjo la invasión francesa se formaron juntas en casi todas las ciudades españolas. Estas juntas locales dieron lugar a otras provinciales y después a la Junta Central, creada en septiembre de 1808. Estas juntas reflejaron la voluntad popular frente a los franceses, y pueden ser consideradas la base del principio de soberanía nacional.
Las juntas estuvieron integradas por representantes de las autoridades del Antiguo Régimen, como eclesiásticos, corregidores, militares y figuras de cierto prestigio demostrado en la resistencia al invasor. En las juntas, también se incluyeron oficiales de menor graduación, periodistas, escritores, médicos, abogados, aunque las presidencias solían recaer en representantes del viejo orden. La diversidad en su composición se mantuvo en las provinciales y hasta en la Central, donde estuvieron presentes figuras como el conde de Floridablanca o Jovellanos, así como personajes valedores de cambios más profundos, como el escritor Manuel José Quintana. Al final, los defensores de reformas y cambios radicales en todos los ámbitos terminaron por llevar la iniciativa en las juntas.
La iniciativa de convocatoria de unas Cortes “generales y extraordinarias” partió de la Junta Central, aunque fue llevada a cabo por el Consejo de Regencia, que sustituyó a la Junta en enero de 1810, y se estableció en Cádiz.
La elección de los diputados no fue fácil por la situación de guerra que vivía España. Los diputados españoles que no pudieron asistir tuvieron que ser sustituidos por otros presentes en Cádiz. Los diputados que representaban a las distintas partes de América fueron elegidos entre personas procedentes de las colonias pero que estaban presentes en Cádiz. Esta ciudad era de las más avanzadas de España por su apertura al mundo exterior, gracias al comercio y su puerto. El ambiente que se respiraba era el de los refugiados- la ciudad estaba sitiada-, el de un intenso y constante debate político en sus cafés, instituciones y periódicos. Este clima efervescente influyó para que triunfase la postura liberal en las Cortes.
Los diputados representaron distintas sensibilidades políticas. En primer lugar, tendríamos un grupo que defendía el mantenimiento de las estructuras del Antiguo Régimen, es decir, la monarquía absoluta, el poder de la Iglesia y las bases económicas que sostenían la sociedad estamental. En el otro extremo estarían los diputados liberales, que proponían una cámara única que asumiera la representación de la soberanía nacional, elaborara una constitución que recogiera los avances propuestos en la Revolución francesa, y legislara para establecer un conjunto de reformas profundas. Este es el grupo que terminó por triunfar en las Cortes de Cádiz. Por fin, un tercer sector pretendía una especie de término medio entre lo que proponían los dos grupos anteriores, entre el absolutismo y el sistema constitucional, teniendo como modelo el sistema político británico. Pero, al final, en los debates parlamentarios terminaron por perfilarse dos grandes facciones o “partidos”: el servil o absolutista y el liberal.
El origen social de los diputados también mostraba la diversidad y complejidad social española del momento. Había miembros de los estamentos privilegiados: nobles y muchos eclesiásticos. También había representantes de la burguesía y pequeña nobleza urbanas: servidores del Estado (funcionarios, militares y magistrados) y profesionales liberales (abogados, médicos, escritores, etc.) y comerciantes. Conviene señalar que no existió una adscripción automática de toda la burguesía presente en las Cortes con la postura liberal, ni del clero y la nobleza con el lado absolutista. Algunos industriales destacados, como Salvador Vinyals, defendieron el absolutismo frente a aristócratas, como el conde de Toreno, que fueron destacados liberales. Por su parte, muchos eclesiásticos, como Muñoz Torrero, Espiga o Martínez Marina, fueron activos liberales en las Cortes. Por fin, debemos señalar el trabajo activo de los diputados que eran funcionarios y militares.
El Decreto que las Cortes de Cádiz dieron el 24 de septiembre de 1810, recién constituidas, es una de las principales disposiciones legislativas de la historia contemporánea española porque se puede afirmar que inauguró esta etapa, al plantear un profundo cambio en el origen del poder: de la soberanía de la monarquía absoluta se pasaba a la soberanía nacional.
El Decreto proclamaba la soberanía nacional antes que fuera establecida en la Constitución de 1812, al afirmar que “los diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimos en Cortes Generales y Extraordinarias y que reside en ellos la soberanía nacional”. Además, obligaba al Consejo de Regencia, heredero de la Junta Suprema Central, a reconocer “la soberanía nacional de las Cortes” y a jurar obediencia de lo que de ella se emanase. Posteriormente, la Constitución desarrollaría, tanto el concepto de “nación española”, como el de soberanía. La nación española sería la reunión de todos los españoles de “ambos hemisferios”, considerando como tales a los habitantes de la América colonial. La nación, además, era libre e independiente y no pertenecía a ninguna familia ni persona. Por fin, en el artículo tercero se proclamaba la soberanía nacional. A la nación le competía en exclusiva el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Dicho Decreto pretendía, además, dejar clara la ilegalidad de las abdicaciones de Bayona, por las que Fernando VII, así como su padre, aunque no es citado en el texto, abdicaron y cedieron el trono al hermano mayor de Napoleón, José I. Dicha ilegalidad se basaría, según lo dispuesto, en la violencia que intervino en el hecho pero, fundamentalmente y en consonancia con la soberanía nacional, porque no se realizó con el consentimiento de la nación. Así pues, el nuevo régimen josefino sería ilegítimo, quedando patente que un rey no podía acceder a un trono o dejarlo sin que mediase la voluntad de la nación. Por último, el Decreto establecía la división de poderes, otro pilar fundamental de la contemporaneidad, de la Revolución liberal. A las Cortes le correspondería el poder legislativo “en toda su extensión”. El desarrollo legislativo exhaustivo sobre las Cortes se daría en el Título III de la Constitución.
El 23 de diciembre de 1810 se creaba la comisión encargada de elaborar un proyecto de constitución. El proceso constituyente generó un intensísimo debate, especialmente en lo concerniente al modelo de Monarquía. Tras año y medio de discusión, la Constitución se promulgó el 19 de marzo de 1812. El texto afirmaba la soberanía nacional. Se reconocían derechos y libertades individuales y la igualdad ante la ley. La división de poderes también era un principio fundamental: el poder legislativo correspondería a las Cortes, con una única cámara; el poder ejecutivo quedaba en manos el rey y de su gobierno por él designado, y el poder judicial sería independiente en los tribunales. La religión católica era la única de la nación española, es decir, el Estado sería confesional. Supuso una de las concesiones de los liberales a los absolutistas. Se establecía el sufragio universal masculino para la elección de los diputados de las Cortes, pero para ser candidato era necesario disponer de rentas propias, por lo que no todos los españoles varones podía ser diputados. Se creaba la Milicia Nacional, cuerpo de civiles armados para la defensa del orden constitucional. Por otro lado, España debía tener un ejército propio permanente. El modelo de monarquía sería constitucional y hereditaria. El rey promulgaba las leyes aprobadas por las Cortes y tenía el derecho de veto transitorio, es decir, que al final, la decisión de las Cortes era la que prevalecía. España se organizaría territorialmente en provincias y municipios, cuyos alcaldes debían ser elegidos. El modelo territorial liberal era centralista. Se estableció el derecho a la educación al proclamarse que en todas las poblaciones debía haber escuelas primarias, un derecho que tardará mucho en volver a aparecer en un texto constitucional español. Se establecía la libertad económica con supresión de los gremios, la abolición de los señoríos, la libertad para cercar las tierras, libertad de industria y de contratación.
Pero la Constitución de 1812 apenas pudo aplicarse en un país en guerra y ocupado por los franceses, y después porque en 1814 fue abolida por Fernando VII, en plena restauración del absolutismo. Estuvo en vigor en el Trienio Liberal (1820-1823), y desde agosto de 1836 hasta junio de 1837, cuando fue aprobada una nueva Constitución Pero el espíritu y la letra de la Constitución gaditana fueron referencia constante durante todo el siglo XIX español, además de para otros países, al convertirse en una especie de mito del liberalismo y de las revoluciones liberales.
Las Cortes de Cádiz, además de la Constitución, aprobaron una serie de medidas de carácter económico y social que supusieron una ruptura total con las estructuras del Antiguo Régimen. En primer lugar, se aprobó la desamortización de las propiedades de los afrancesados por considerarlos traidores, de las disueltas Órdenes Militares, de los conventos destruidos por la guerra y la mitad de las tierras de los concejos, los propios y baldíos. Su propósito inicial fue el de intentar sanear los problemas hacendísticos del Estado. Se eliminaron los mayorazgos. Se suprime el régimen señorial. Se abolieron los derechos feudales y los señoríos jurisdiccionales, es decir, la dependencia de los campesinos en relación con los señores. Los señores no podrían administrar justicia ni percibir rentas, aunque conservaron casi todos sus bienes porque sus posesiones serían convertidas en propiedades privadas. Se estableció la libertad de trabajo y de contratos. Suponía abolir los gremios. Se trataba de la aplicación de los principios del liberalismo económico. Es importante destacar que esta libertad de contratación y de empresa tenía su contrapartida: el final de la cobertura laboral y ante los riesgos de la vida que tenían los gremios hacia sus miembros. Se suprimió la Inquisición.
Pero, al igual que la Constitución, estas medidas apenas pudieron aplicarse a causa de la guerra y de la restauración posterior del absolutismo. Aún así, esta legislación fue el referente de las futuras leyes y reformas que los liberales desarrollaron en el reinado de Isabel II.

Eduardo Montagut Contreras

jueves, 10 de marzo de 2016

Cádiz y el inicio de la España contemporánea en 1810

El Decreto que las Cortes de Cádiz promulgaron el 24 de octubre de 1810 es una de las principales disposiciones legislativas de la Historia contemporánea española porque se puede afirmar que inaugura esta etapa al proclamar un cambio profundo en el origen del poder: de la soberanía de la monarquía absoluta se pasa a la soberanía nacional.
El Decreto proclama la soberanía nacional antes que fuera establecida en la Constitución de 1812, al afirmar que “los diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimos en Cortes Generales y Extraordinarias y que reside en ellos la soberanía nacional”. Además, obliga al Consejo de Regencia, heredero de la Junta Suprema Central, a reconocer “la soberanía nacional de las Cortes” y a jurar obediencia de lo que de ellos se emanase.
Dicho Decreto pretende dejar clara la ilegalidad de las abdicaciones de Bayona, por las que Fernando VII, así como su padre, aunque no es citado en el texto, abdicaron y cedieron el trono al hermano mayor de Napoleón, José I. Dicha ilegalidad se basaría, según lo dispuesto, en la violencia que intervino en el hecho pero, fundamentalmente y en consonancia con la soberanía nacional, en que no se realizó con el consentimiento de la nación. Así pues, el nuevo régimen josefino sería ilegítimo, quedando patente que tampoco un rey podía acceder a un trono o dejarlo sin que mediase la voluntad de la nación.
Por último, el Decreto establece la división de poderes, otro pilar fundamental de la contemporaneidad, de la Revolución liberal. A las Cortes le correspondería el poder legislativo “en toda su extensión”.

Eduardo Montagut


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sábado, 5 de marzo de 2016

Las garantías políticas en las Declaraciones de Derechos

Los derechos y las garantías constitucionales pueden no ser nada sin el respaldo del poder. Se hacen necesarias una serie de políticas para limitar o evitar desviaciones que pongan en peligro el ejercicio de los derechos.
Las revoluciones liberales se hicieron a partir de la traslación del poder del monarca absoluto al pueblo, al que se le atribuye la soberanía nacional. La soberanía residiría en la nación. Pero esta conquista del poder no dejaba claro la identidad de los agentes físicos del poder. La nación no puede ejercer los poderes mas que por delegación. Dicha delegación correspondería a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. El poder, pues, aparecería como unido en la nación, pero repartido en tres instancias representativas.
La división de poderes es fundamental en el sistema de garantías porque da origen a una serie de instituciones que se compensan unas a otras. Esa situación permite establecer las condiciones para el ejercicio de los derechos individuales. La Declaración de Derechos de 1789 deja muy claro que toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la separación de poderes establecida no tendría Constitución. En la Constitución francesa de 1848 se explicita que la separación de poderes era la primera condición para un gobierno libre. En Europa, posteriormente, apareció un cuarto poder moderador, destinado a arbitrar los conflictos entre el gobierno y el parlamento. Se asignó este papel a la Corona, aunque, en realidad muchos monarcas no ejercieron este papel moderador porque conservaban el poder ejecutivo.
El medio más eficaz para conseguir que la legislación no actúe contra los derechos consiste en confiar a los propios beneficiarios de los mismos la tarea de elaborar las leyes. Como la participación directa en este proceso legislativo es imposible por razones de número, se establece la representación. Todas la normas electorales parten del arbitrio, ya que establecen distinciones: por edad, por sexo o por capacidad económica. Ni tan siquiera el sufragio universal es tal, ya que excluye a los menores de una determinada edad, variable en el tiempo y en el lugar.
Debemos distinguir entre la participación simbólica de los individuos en la soberanía nacional y el efectivo derecho a la participación, o derecho al sufragio. En algunas Declaraciones se establece el carácter representativo del poder legislativo pero eso no significa que se reconozca el derecho del sufragio a todos los individuos. En la historia del liberalismo se establecerá, en primer lugar, el sufragio censitario, es decir el derecho al voto y el derecho a ser elegido para un grupo reducido de individuos con independencia económica y determinados bienes, es decir, con capacidades, en lenguaje político de la época, frente al sufragio universal para todos los mayores de edad, aunque solamente hombres, hasta el triunfo del reconocimiento del derecho al sufragio para las mujeres. Es muy importante estudiar, pues, la ley electoral de cada período para comprobar quiénes, realmente, tenían derecho al sufragio, y a ser elegidos.
La división de poderes no es la única garantía política, aunque sí la más importante. Otra garantía política es la desvinculación entre gobierno y administración. Al principio, se pensó que la designación por elección de los funcionarios unida a la posibilidad de exigir responsabilidades a los mismos sería suficiente para prevenir la formación de una unión entre el gobierno y la administración que podía dañar los derechos del individuo. Esta distinción se ha mantenido a lo largo del tiempo en los Estados Unidos, donde vemos como casi todos los puestos funcionariales de los Estados y de la Administración federal son electivos. En Europa también se adoptó esta misma solución pero con el tiempo se fueron creando cuerpos de funcionarios, que eran y son seleccionados a través de títulos y procesos selectivos (oposiciones). Estos funcionarios están dotados de un status que no puede ser modificado por decisiones gubernamentales. Además, como se les declaró responsables de su gestión, sin que pudieran alegar obediencia a sus superiores, se pensó que, de esa manera, limitarían las iniciativas de los gobiernos cuando fuesen contrarias a los derechos. En España este proceso de creación de cuerpos de funcionarios comienza en el reinado de Isabel II, hacia 1852.
Todas las garantías constitucionales y políticas son insuficientes cuando el conflicto en una sociedad deja de estar sometido a reglas, y se entra en la lucha por el asalto al poder, ya sea por una revolución, ya por un golpe de estado. Esta fue una preocupación para los autores de las Declaraciones de Derechos. En Norteamérica el conflicto llevó a la afirmación del derecho a independizarse, mientras que en Europa se estableció la legitimidad del recurso de la fuerza para defender la Constitución. En ambos casos, se considera la creación de una fuerza armada, la milicia o la guardia nacionales, distinta del ejército, y que estaría integrada por ciudadanos voluntarios, con la misión de oponerse con las armas a cualquier asalto al poder. Este recurso a la milicia nacional duró hasta que fue posible la restauración del absolutismo. Al considerarse derrotado el absolutismo la milicia fue disuelta. Por fin, se estableció el derecho a la resistencia, aunque no aparece en todas las Declaraciones de Derechos.

Eduardo Montagut

jueves, 3 de marzo de 2016

Las revueltas de los mozárabes en Al-Ándalus

En muchos momentos de la historia de Al-Ándalus los musulmanes siguieron una política de tolerancia hacia las otras religiones monoteístas. Los mozárabes serían los cristianos que mantenían su religión y seguían viviendo en territorio musulmán. Junto con los judíos eran considerados miembros de las “religiones con libro”. Su situación se basaba en un pacto que les confería derechos, pero les imponía ciertas obligaciones. Los mozárabes vivían en sus comunidades, especialmente en el ámbito urbano, profesando su religión, manteniendo sus templos, aunque no podían realizar manifestaciones externas de culto ni levantar nuevos templos. Tenían su propio ordenamiento jurídico y administrativo, con autoridades y jueces para solucionar los conflictos internos aplicando el derecho visigodo y no el musulmán. Las obligaciones se basaban en la aceptación del nuevo poder y tenían que pagar tributos. Pero también se produjeron conflictos. La paz social no siempre fue posible.
En tiempos del emir Al–Hakam I se dio el conocido como motín del arrabal de Córdoba en el 814, pero fue protagonizado realmente por muladíes, es decir, por cristianos que se habían convertido al Islam. Y lo hicieron por la presión fiscal, pero también por la discriminación que sufrían en relación con los musulmanes no conversos.
En el origen del malestar mozárabe siempre estaban las exigencias tributarias de los emires. La principal revuelta mozárabe tuvo lugar a mediados de siglo IX también en Córdoba. Pero en  este caso, además de esta motivación fiscal, habría causas religiosas. En aquel momento se produjo un movimiento religioso martirial que proponía la vuelta al primitivo cristianismo frente a los contagios del Islam. San Eulogio de Córdoba padecería prisión por su apoyo y después sería decapitado. Esta revuelta fue reprimida con dureza.
En la época califal se vivió una etapa de paz social en relación con los mozárabes, pero habría que matizar esta afirmación porque la presión de los bereberes les despojó de muchas de sus tierras. Además se produjeron las emigraciones de monjes al reino leonés y de mozárabes hacia el norte y noreste. Eran evidentes síntomas de un creciente malestar social que se canalizaba a través de otros cauces que no eran los del conflicto.
La población mozárabe fue disminuyendo con el tiempo por varias causas. Una parte terminó por convertirse y los mozárabes pasaron a ser muladíes, y otra fue emigrando a medida que los núcleos cristianos del norte se fueron consolidando y avanzando hacia el sur. La disminución de los mozárabes fue evidente con la llegada de los  almorávides y almohades por el desarrollo de políticas de intolerancia religiosa emprendidas por estos pueblos del norte de África. Veían en los mozárabes una especie de “quinta columna” a favor de los reinos cristianos en su avance. Muchos fueron desterrados a Marruecos hacia el 1126, y hubo algún caso de exterminio.

Eduardo Montagut

martes, 1 de marzo de 2016

El encuadramiento juvenil en el franquismo

Uno de los elementos que más cuidó el fascismo fue el encuadramiento de la población en diversas organizaciones, especialmente de la juventud, con fines formativos ideológicos y de control social. Pues bien, nos quedaba acercarnos a lo que ocurrió en España en la época franquista, aunque sea brevemente.
El Frente de Juventudes se creó por una ley de diciembre de 1940 con el fin de organizar a la juventud española dentro de FET y de las JONS para inculcar los valores dominantes en la España franquista: nacionalcatolicismo, exaltación de la patria y defensa del orden establecido por la victoria en la guerra. Nació con vocación de obligatoriedad pero conviene matizar. El SEU –el sindicato único universitario- pasó a pertenecer al Frente de Juventudes en 1941. Tres años después, la pertenencia al SEU pasó a ser obligatoria, incluyendo el pago de las cuotas económicas establecidas. Pero, aunque los estudiantes de primaria y secundaria también estaban adscritos al Frente de Juventudes, no estaban obligados a ninguna contribución. Los afiliados al Frente de Juventudes eran los “flechas”.
Dentro del Frente de Juventudes estarían las Falanges Juveniles de Franco, cuya adscripción era voluntaria. Esta activa organización solía participar en las manifestaciones organizadas por el régimen como demostración de su importancia y para exaltación del dictador. Fue muy sonada la manifestación organizada como protesta por la ocupación británica de Gibraltar porque se desató cierta violencia, con pintadas a favor de la toma del Peñón por parte de las Falanges Juveniles a una orden de Franco, quema de banderas británicas y otras provocaciones. Pero el régimen no estaba dispuesto a violencias no controladas, tanto por cuestiones de orden público, como por las posibles derivaciones diplomáticas, y se terminó por frenar a las Falanges Juveniles. En 1960, el Frente de Juventudes desapareció para dar paso a la Organización Juvenil Española (OJE).
Estas organizaciones juveniles formaban parte de la Delegación de Juventud de la Secretaría General del Movimiento. Dentro de la Delegación se encontraba el Instituto de la Juventud, del que dependía la Academia Nacional “José Antonio”, dedicada a la formación de profesores en el denominado “espíritu nacional”, es decir, educación político-social, educación física y formación de dirigentes juveniles. Popularmente, era conocida como la Escuela de Mandos. La Delegación formaba a los profesores que en el Bachillerato y en la Universidad impartirían la asignatura de “Formación del Espíritu Nacional”. Además, la Delegación contaba con dos escuelas preparatorias para el ingreso en las academias militares. Tenía la Cadena Azul de Radiodifusión o CAR, con hasta 59 emisoras, la editorial “Doncel” y la “Revista del Instituto de la Juventud”.
Las actividades más importantes de las organizaciones juveniles franquistas fueron los famosos campamentos de verano, las prácticas deportivas y el montañismo. Los campamentos estaban organizados por falangistas y con la presencia de capellanes. En esos campamentos se pretendía templar a los jóvenes en el espíritu militar, enseñar fundamentos ideológicos, la práctica del considerado como ocio sano, así como de los deportes, sin olvidar la formación religiosa.
A estos campamentos del Frente de Juventudes y de la OJE no sólo acudieron los hijos de las familias convencidas y entusiastas del régimen. Muchos chicos de familias sin adscripción política estuvieron en ellos como una alternativa a la falta de vacaciones por evidentes estrecheces económicas; al menos podrían disfrutar del aire libre, el sol y la montaña.

Eduardo Montagut

Los problemas del crecimiento de una gran urbe en el Antiguo Régimen: la Roma del XVI

En este artículo abordamos los problemas generados por el crecimiento de una capital europea de la importancia de Roma en el siglo XVI y de cómo fueron abordados por parte del Papado.
Roma experimentó un enorme crecimiento demográfico en el siglo XVI a partir de la crisis que supuso el saqueo de la ciudad en 1527. Si en aquel momento había unos cincuenta y cinco mil habitantes, en 1600 esta cifra se había duplicado. El gobierno pontificio tuvo que hacer frente a las consecuencias de este crecimiento emprendiendo diversas políticas, con distinto éxito.
Los papas se preocuparon de organizar el abastecimiento de la urbe para evitar motines y revueltas. En relación con el agua potable se pusieron en marcha tres acueductos en la segunda mitad de la centuria, que llegaron a proporcionar unos ciento ochenta mil metros cúbicos de agua al día, y que permitieron abrir treinta y cinco fuentes públicas.
La higiene fue otra preocupación mayúscula para evitar enfermedades, aunque fue muy dura la epidemia de tifus de 1566. A principios del siglo se levantó un almacén de basuras, que hubo que financiar a través de un impuesto que pagaron artesanos y comerciantes. En 1556 se adoptó una medida muy moderna, ya que se prohibió que las cloacas y letrinas terminaran desembocando en la vía pública.
Este aumento demográfico y el carácter de capital de una corte fastuosa y del catolicismo hicieron que el viejo sistema bajomedieval de asistencia quedara obsoleto. Roma se llenó de mendigos, niños sin familia y se disparó el fenómeno de la prostitución. Son de destacar los hospitales y hospicios levantados por Gregorio XIII y Sixto V, pero en esta cuestión no se consiguieron solucionar los problemas asistenciales porque siguió aumentando el número de necesitados. El brillo de Roma era de tal calibre que atraía a todo tipo de personas que intentaban buscarse la vida al abrigo de los príncipes mundanos y de la Iglesia.
El cuarto gran problema del crecimiento poblacional fue el de la vivienda. Quizás no haya ningún caso de la época moderna donde el poder se haya implicado tanto en fomentar la construcción. Algún historiador ha llegado a afirmar que se convirtió en la principal actividad económica de Roma, muy por encima de las manufacturas y el comercio. Había que levantar casas para esas cincuenta mil personas, que es la cifra del crecimiento total que se produjo en el siglo, como hemos apuntado al principio. Se abrieron dos barrios nuevos y una treintena de calles. En el plano monumental, el siglo terminó con sesenta palacios nuevos, una veintena de villas, y más de cincuenta iglesias nuevas, incluyendo la Basílica de San Pedro. Toda esta febril actividad estimuló la producción de las canteras, pero también el sector del transporte y el textil. Roma se convirtió en una de las ciudades donde la población vivía mejor, como media y dentro de lo que cabe, de toda Europa.
El crecimiento demográfico y urbano trajo una última consecuencia, el endeudamiento de la ciudad. Para ello se hacía necesario abaratar el crédito. Para bajar el tipo de interés se creó el Monte de Piedad en 1539. Se decidió que allí se ingresara el dinero procedente de las ventas judiciales y de las liquidaciones de quiebras, permitiendo emplear un tipo de interés entre el 2 y 3% en los préstamos que concedía dicha institución, por lo que aumentaron vertiginosamente a partir de mediados de siglo.

Eduardo Montagut