jueves, 31 de diciembre de 2015

La revolución demográfica en Inglaterra

En la segunda mitad del siglo XVIII comenzó en Gran Bretaña a producirse la primera fase de la transición del régimen demográfico antiguo al moderno, concepto más adecuado que el de revolución, caracterizada por un incremento ininterrumpido del crecimiento natural de la población, basado en el mantenimiento de una alta tasa de natalidad pero, sobre todo, por una bajada clara de la tasa de mortalidad, factor diferencial claro en relación con el régimen demográfico antiguo de altas tasas de mortalidad y periódicas mortalidades catastróficas asociadas a las crisis de subsistencia. De los 5’8 millones de personas que tenía la población de Inglaterra y Gales en 1700, se pasó a 9 millones en 1801, aproximadamente.
Malthus
Las causas de este crecimiento demográfico tuvieron que ver con un claro aumento de la producción agrícola, por lo que la alimentación mejoró en cantidad, calidad y también en variedad. Por otro lado, el siglo XVIII, gracias a los avances científicos, vivió los inicios de profundos cambios en la medicina, tanto en lo relacionado con la profilaxis como con el combate de las enfermedades. En este sentido hay que citar la importancia de la vacuna contra la viruela. También, el siglo XVIII vivió los primeros cambios en materia de higiene general y personal. Estos avances higiénico-sanitarios incidieron especialmente en la bajada de la mortalidad y, especialmente de la infantil, muy alta en el régimen demográfico antiguo. También las epidemias devastadoras del pasado, especialmente de la peste, desaparecieron o se mitigaron en gran medida.
La primera consecuencia de este crecimiento demográfico fue el incremento de la mano de obra y del número de consumidores, dos factores fundamentales para el avance industrial, necesitado de una legión de trabajadores y de una demanda que incentivara la inversión y para poner en marcha un sistema de producción masiva a través de las fábricas. Por eso, hay historiadores que hablan hasta de los inicios de una revolución del consumo.
Pero, a su vez, hubo que acrecentar y mejorar las disponibilidades alimenticias, presionando a los cambios en la agricultura, y que fueron atendidos por las revoluciones agraria y agrícola, causa determinante, también para el crecimiento de la población.
Para terminar conviene matizar la importancia del crecimiento demográfico en el desarrollo económico. Es un factor fundamental del cambio económico, como lo demostraría el caso inglés, pero también es cierto que la presión demográfica no es suficiente, debe ir acompañada de otros cambios y procesos. Prueba de lo que aquí afirmamos es el caso irlandés, que vivió un claro crecimiento demográfico entre mediados del siglo XVIII y del XIX y no se produjo el salto, sino alguna crisis demográfica grave y la emigración masiva a los Estados Unidos.

Eduardo Montagut

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Las crisis económicas preindustriales y capitalistas

En un anterior artículo hicimos una serie de reflexiones sobre el concepto histórico de crisis. Pues bien, en el presente trabajo nos adentramos en la comparación entre las crisis económicas de las sociedades del Antiguo Régimen, es decir, preindustriales, y las de la era capitalista.
Las crisis económicas en las sociedades preindustriales se caracterizaron por ser de subsistencias, muy vinculadas con el sector agrario, que era el principal en aquellas economías. Las malas cosechas producidas por contingencias meteorológicas y por el escaso desarrollo tecnológico agrícola, dada la escasa inversión provocada por una estructura de la propiedad que no favorecía las mejoras, generaban escasez de productos agrarios, especialmente de trigo. Esa escasez iba acompañada, lógicamente, por un alza de precios, provocando hambre, que unida a los problemas de higiene y las carencias sanitarias solían producir mortalidades catastróficas.
Con la llegada de la Revolución Industrial y el capitalismo cambiaron las crisis económicas, que pasarían a ser de superproducción industrial. Las industrias producían más productos que podía absorber el mercado. La generación de stocks creaba muchos problemas a las empresas, los precios bajaban, descendían los beneficios, se producían cierres de fábricas, quiebras bancarias y, al final, aumentaba el paro.
La nueva economía capitalista estaría sometida a ciclos, alternándose períodos de expansión de la producción con otras etapas de depresión y crisis. A medida que el capitalismo se fue asentando y extendiéndose durante el siglo XIX, esos ciclos se hicieron más grandes. La mundialización de la economía, fruto de la Segunda Revolución Industrial, generó etapas insospechadas hasta el momento de crecimiento sostenido, pero también de crisis de gran magnitud. La primera gran depresión de la nueva época estalló en 1873 y no se superó hasta mediados de la década de los noventa del siglo XIX.
Los economistas han intentado medir y estudiar los ritmos cíclicos. Podemos comenzar con el economista francés Juglar, que midió unos períodos de ocho años, denominados ciclos medios o ciclos Juglar. Kitchin, por su parte, trató de ciclos menores, de tres y medio años. Por fin, Kondratieff habló más de grandes oleadas de medio siglo que comprenderían una etapa alta y otra de baja. Serían ciclos largos. Schumpeter, basándose en Kondratieff, dividió la nueva era del capitalismo en distintas fases: la Primera Revolución Industrial, entre 1789 y 1848, seguida por una etapa caracterizada por la expansión del ferrocarril y de la industria siderúrgica, entre 1848 y 1896; y la tercera, protagonizada por el automóvil, la electricidad y la industria química, a partir de la última fecha señalada.

Eduardo Montagut

martes, 29 de diciembre de 2015

Proyectos para la unificación italiana

Aunque la unificación italiana fue un proceso con claras vinculaciones y facetas o causas económicas, políticas y sociales, en este artículo queremos centrarnos en los aspectos ideológicos del mismo, acercándonos a las distintas posturas o proyectos sobre cómo se pensó en realizar dicha unificación.
El romanticismo, fiel aliado del nacionalismo, tuvo en Italia destacados representantes. Los escritores se dedicaron a ensalzar la idea de la patria italiana. En este sentido es importante nombrar al poeta Leopardi y al novelista Manzoni. Por su parte, el sentimiento antiaustriaco encuentra en Mis prisiones de Silvio Pellico su máxima expresión. El autor relata su propia experiencia al ser encarcelado por los austriacos por su lucha como carbonario. La obra fue muy popular, y algunos consideran que fue fundamental en el combate moral contra uno de los principales enemigos de la unificación.
Gioberti
Gioberti fue un personaje clave en la defensa de la unidad italiana. En 1843 escribe Del primado moral y civil de los italianos, donde defiende la existencia de una raza italiana con lazos comunes de sangre, religión e idioma. Pero, sobre todo, propugna que los italianos se agrupen en torno al Papa, aunque con el tiempo las expectativas con Pío IX se esfumaron. La política pontificia terminó por ser contraria a la unificación porque la misma suponía terminar con la existencia de los Estados Pontificios.
Cesare Balbo, por su parte, escribe en 1844, es decir, de forma casi simultánea a la obra del abate Gioberti, La esperanza de Italia, obra en la que propone una solución federal para Italia, habida cuenta de la diversidad de estados y entidades políticas italianas. En todo caso, Balbo siempre fue un moderado.
El modelo de nacionalismo progresista y republicano tiene en Mazzini su más encendido defensor. La unificación solamente podría producirse con un levantamiento del pueblo italiano. Siempre luchó por ello a través de las organizaciones que creó, como la “Joven Italia”, con su combate por la República romana, y hasta en el exilio. Frente a este modelo republicano se planteaba la opción monárquica en torno a la Casa de Saboya de un Massimo d’Azzeglio.
Por fin nos quedan dos hombres, más prácticos que teóricos, aunque radicalmente distintos, pero fundamentales para entender dos maneras de hacer Italia. Cavour comprende la necesidad de unificar Italia, lógicamente, en torno a la Casa de Saboya, a la que sirve en el gobierno de Azzeglio desde 1850, aunque a los dos años se hace con la presidencia del Consejo de Ministros. La idea de la Italia unida de Cavour se pone en marcha a través del diseño de una política diplomática y unas intervenciones militares. Cavour elaborará un programa muy claro y que irá cumpliendo punto por punto. Para conseguir la unificación era imprescindible expulsar a los austriacos del norte italiano, por lo que emprende una campaña diplomática para atraerse a ingleses y franceses a su causa. El éxito es grande porque la cuestión italiana se hace un hueco muy grande en las cancillerías europeas. Pero, además, este programa unificador tiene su dimensión interna y que tiene que ver con su política económica en el Piamonte: librecambismo, construcción de la red ferroviaria, etc.., como medidas que impulsan, indirectamente, la causa nacional. Con su política de separación de la Iglesia y el Estado y la desamortización eclesiástica se atrae a los liberales. Por fin, fomentará la creación de organizaciones políticas como la Sociedad Nacional Italiana, para canalizar las inquietudes nacionalistas. Así pues, Cavour se convierte en un protagonista fundamental frente al otro personaje del Risorgimento, el revolucionario Garibaldi, el hombre de acción que arrastra a los Camisas Rojas frente al absolutismo de los Borbones del Reino de las Dos Sicilias. Garibaldi entregará el sur al proyecto unificador de Cavour, planteado desde el Norte.
Para terminar nos queda un tercer protagonista, el rey Víctor Manuel, mucho más sensible a los deseos unificadores que su padre, Carlos Alberto, más conservador y temeroso de todo lo que tuviera que ver con el liberalismo y las revoluciones.

Eduardo Montagut

lunes, 28 de diciembre de 2015

La educación en la Revolución Francesa

La educación no fue, en principio, una gran prioridad para los primeros revolucionarios. En la Asamblea Nacional Constituyente no se trató de forma exhaustiva. A lo sumo, se encargó de la instrucción pública a un comité o comisión, que debía preparar un informe, y que fue elaborado por Talleyrand. En el Título Primero de la Constitución de 1791 sobre las disposiciones fundamentales garantizadas por la Constitución se aludía a que se crearía y organizaría la instrucción pública, común a todos los ciudadanos. Por otro lado, también se establecía la necesidad de la creación de festividades nacionales con el fin de mantener la fraternidad entre los ciudadanos, vinculándoles a la patria y a las leyes, es decir, se estaba apostando por la educación cívica. Esta sería una de las primeras características del nuevo sistema educativo francés. En materia religiosa, la Revolución Francesa fue neutral. Lo que se pretendía era formar ciudadanos.
Ya en la Asamblea Nacional Legislativa, el Comité de Instrucción Pública no planteó un plan de reforma de la enseñanza en Francia. Pero era necesario, y no tanto por las carencias heredadas del Antiguo Régimen, sino porque el 18 de agosto de 1792 se decidió que ninguno de los niveles de la enseñanza fuera confiado a las órdenes religiosas, que habían sido suprimidas. Todas las niñas y jóvenes recibían educación de congregaciones femeninas, y la mayoría de los chicos en las congregaciones masculinas.
La educación fue elevada a derecho en la Declaración de los Derechos del Hombre, incluida como preámbulo de la Constitución de 1793 o del Año I, la primera republicana de la historia francesa. En el artículo 22 se manifestaba que la instrucción era una necesidad común. La instrucción debía estar al alcance de todos los ciudadanos. Fue un principio fundamental que aportó la Revolución Francesa. Posteriormente, la Constitución de 1795, o del Año III, dedicó el Título X a la instrucción pública. En Francia debía haber escuelas primarias donde los alumnos aprendieran a leer, escribir, “elementos de cálculo y de moral”. La República mantendría a los profesores alojados en las escuelas. Además, debían existir escuelas superiores por todo el territorio, al menos una cada dos departamentos. Se reconocía la existencia de la enseñanza privada, ya que cualquier ciudadano tendría derecho a crear establecimientos educativos. También se incluyó la cuestión de las fiestas patrióticas. Así pues, se establecía la escuela pública pero se permitía la existencia de la privada, otro rasgo del nuevo sistema educativo que se estaba configurando.
Una vez establecida que la educación sería una prioridad para la Convención, como hemos visto en el Título X, el nuevo Comité de Instrucción Pública se puso a trabajar. Curiosamente, muchos de sus componentes habían pertenecido al Comité de la Asamblea Nacional. Por fin, en diciembre de 1793 la Convención aprobó una ley para desarrollar y garantizar lo dispuesto en el artículo 22 de la Constitución. Se estableció la instrucción obligatoria y gratuita para todos los niños de 6 a 8 años. Los padres que no mandasen a sus hijos a la escuela podrían perder sus derechos cívicos. Sería responsabilidad municipal la selección, retribución y control de los maestros. En cambio, los libros de texto serían competencia nacional.
En 1794, el Comité de Instrucción Pública presentó el balance sobre lo realizado en el curso 1793-1794. Aunque la investigación ordenada obligaba a todos los distritos a enviar la información a París, no llegaron muchos; pero lo más importante fue la constatación del fracaso de la política establecida, ya que solamente una minoría había abierto la escuela que se había previsto. En noviembre de ese mismo año se elevó un informe que planteaba una alternativa para la enseñanza primaria. Se suprimía la obligatoriedad, y ya no era obligatorio abrir escuelas en todos los municipios, solamente una por cada mil habitantes. Se estipulaba también la remuneración para los maestros y las maestras, siendo menor para éstas. La enseñanza sería segregada. En octubre de 1795 se suprimía la gratuidad de la enseñanza primaria. Los padres deberían sostener a los maestros. Parece evidente el giro conservador en materia educativa en el nivel de primaria. Imaginamos que la supresión de la obligatoriedad y la gratuidad pudieron incidir en los índices de escolaridad, aunque no tenemos datos para afirmar lo que exponemos. Presumimos que los niños eran necesarios en las tareas agrícolas, domésticas y en los talleres. Si no era obligatorio y, además, había que pagar la enseñanza, muchos no debieron ir a la escuela.
En la época del Directorio, además, se dio otra disposición muy importante con relación a la enseñanza, que podríamos definir como secundaria o media. El 25 de febrero de 1795 se aprobaba la creación de escuelas centrales en cada departamento. Se pretendía unificar la enseñanza en Francia. Si se había apostado por la unidad de la República, solamente podía haber unidad en la enseñanza, otro rasgo de la educación que nace de la Revolución francesa, y que se relaciona con la anterior cuestión relativa a los libros de texto. En octubre se publicó el plan de enseñanza de las escuelas centrales. Cada escuela tendría trece profesores que se encargarían de asignaturas específicas: matemáticas, física y química, historia natural (ciencias naturales), lógica, “análisis de las sensaciones y de las ideas”, economía política (el gran saber promocionado por la Ilustración), higiene, artes y oficios, artes y dibujo, gramática, literatura, lenguas vivas y antiguas. Los profesores serían seleccionados, examinados y fiscalizados por un Jurado Central de Instrucción, nombrado por el Comité de Instrucción Pública de la Convención.
Las escuelas tendrían tres secciones en función de la edad de los alumnos. La primera comprendería a los alumnos entre 12 y 14 años. En esta sección se cursaría dibujo, historia natural y las lenguas. Entre 14 y 16 años la formación se basaría en las matemáticas, física y química y lógica. Por fin, la tercera sección abarcaría a los alumnos entre 16 y 18 años, que estudiarían literatura, historia y legislación.
En relación con la enseñanza superior, la Convención estableció una serie de grandes escuelas. La Escuela de Central de Trabajos Públicos se creó en septiembre de 1795, aunque cambió su nombre por Escuela Politécnica, para la formación de ingenieros. El Conservatorio de Artes y Oficios estaba destinado para la formación de técnicos. Se creó también en septiembre de 1795. La Escuela Normal de París se creó para formar a los maestros.
Las Universidades fueron suprimidas por un decreto de 16 de septiembre de 1793. Al año siguiente se crearon, como alternativa en el área sanitaria y científica, tres escuelas de sanidad, en París, Montpellier y Estrasburgo. Estas escuelas contaban con laboratorios, colecciones de ciencias naturales y un hospital. Por su parte, la enseñanza de las humanidades se repartía entre la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico, el Louvre y el Conservatorio de Música.
Por su parte, el Colegio Real no fue abolido, sino que fue transformado en Colegio de Francia. Las Academias creadas por la Monarquía en distintas épocas fueron reemplazadas por el Instituto Nacional de las Ciencias y Artes, con tres secciones: ciencias físicas y matemáticas, ciencias morales y políticas, y literatura y bellas artes. También estaría el Museo de Historia Natural, heredero del Jardín del rey, y se encargaba de impartir enseñanza superior en ciencias naturales.

Eduardo Montagut

domingo, 27 de diciembre de 2015

El poder y la ciencia en el siglo XVII

Uno de los factores que impulsaron la Revolución Científica en el siglo XVII tiene que ver el interés que el poder desarrolló hacia la ciencia. Sin lugar a dudas, las monarquías absolutas apoyaron a los científicos a través de varios medios, especialmente patrocinando instituciones e investigaciones. Se trata de un fenómeno histórico un tanto paradójico, ya que los sabios cuestionaron claramente muchas tradiciones científicas y los principios de autoridad y por otro lado, los reyes, garantes del orden establecido, apoyaron su trabajo, pero tenemos que tener en cuenta que esa ciencia no fue empleada por el momento para criticar al poder, algo que sí terminaría ocurriendo posteriormente en la época ilustrada y, además, debemos entender que las monarquías absolutas utilizaron el patronato regio sobre la ciencia como una forma de demostrar su inmenso poder, es decir, con un afán propagandístico, como estaban haciendo con las artes en plena explosión del barroco. Algunas de las instituciones científicas que se crearon en este siglo perduran hoy en día y son de las más destacadas.
Por otro lado, el interés de los monarcas coincide con el nacimiento de una evidente pasión por la ciencia entre la nobleza y la alta burguesía. Bovier de  Fontenelle consigue que la ciencia se divulgue gracias al éxito de su obra sobre la pluralidad de los mundos (Entretiens sur la pluralité des mondes, 1686), donde hace asequibles el cartesianismo y la astronomía. En los salones de París las discusiones sobre la ciencia empiezan a adquirir un evidente protagonismo. Se multiplican los gabinetes de historia natural, de física, etc..
En los estados italianos existía ya una larga tradición de mecenazgo y de academias desde el siglo anterior. El gran duque de Toscana, Fernando II, fundó en 1657 la Academia del Cimento. Duró poco, un decenio, pero dejó una impronta indeleble en la historia de la ciencia. Carlos II en la época de la Restauración firmó en 1662 la carta para la fundación de la Royal Society en Londres. Estamos hablando de una de las instituciones científicas más importantes del mundo. En unos pocos años marcará clara tendencia en la difusión de la ciencia gracias a la publicación del Philosophical Transactions. En 1675 se funda el Observatorio de Greenwich. Por su parte, la Francia de Luis XIV ve como Colbert, tan imbuido de la necesidad de glorificar a su monarca, impulsa en 1665 la aparición del Journal des Savants. Al año siguiente creará la Academia de las Ciencias. Pero no se pararía en estas dos grandes iniciativas, ya que en 1667 ordenaba que se construyese el Observatorio de París.  Por fin, consigue que el rey pensione a los sabios franceses y a los extranjeros que trabajen en Francia. Por eso intenta atraerse a reputados científicos. En este sentido, Christian Huygens residirá unos quince años en París. El italiano Jean-Dominique Cassini se convirtió en el director del Observatorio. Otro monarca interesado en la ciencia fue Federico I de Prusia. En 1701 fundará la Academia de Berlín gracias a la iniciativa de Leibniz.

Eduardo Montagut

sábado, 26 de diciembre de 2015

La hidalguía en el Antiguo Régimen

Los hidalgos formaban parte del grupo nobiliario inferior en la Corona de Castilla. El hidalgo se remontaba a un solar y a un linaje conocido. Terminológicamente, hidalgo viene de fijodalgo, es decir, hijo de pro o de valía, por lo que se dejaba muy claro que la condición se transmitía por vía familiar. Su principal característica, como miembros de uno de los estamentos privilegiados, era el de no pagar impuestos o tributos, por lo que se diferenciaban de los pecheros, los que sí pagaban pechos.
Los hidalgos fueron adquiriendo importancia a partir del siglo XII en los reinos de Castilla y León, luego Corona de Castilla.
Hacia finales del reinado de Felipe II se calcula que los hidalgos constituían el diez por ciento de la población castellana. Los hidalgos abundaban más en el norte de la Corona (País Vasco y Cantabria), disminuyendo a medida que nos desplazamos hacia el sur. Los hidalgos eran más abundantes en la ciudad que en el campo. Esta situación cuantitativa y geográfica que hemos descrito se mantuvo muy estable al menos hasta el siglo XVIII. Pero la realidad social siempre es más compleja y dentro del grupo de los hidalgos había sus diferencias, manteniendo el principio básico del privilegio, sobre todo del fiscal. Había hidalgos solariegos, los de mayor consideración social, y otros de privilegio, que lo eran por decisión regia en pago por un servicio prestado a la Corona. Además eran evidentes las diferencias en función de la fortuna. Con excepciones se puede considerar que los hidalgos del norte eran más pobres que los del sur.
Los hidalgos no tuvieron la influencia social, económica y política de los niveles superiores de la nobleza. Su ámbito de acción se circunscribió al municipio. Tenían reservada una parte de los cargos u oficios municipales. En los libros que tenían que ver con la recaudación fiscal aparecían señalados para no tributar frente a los pecheros, algo que les distinguía claramente.
A partir de la llegada de los Borbones varias disposiciones provocaron que el número de hidalgos disminuyera progresivamente. Al final de la centuria eran nada más que el cuatro por ciento de la población. En la época ilustrada los hidalgos fueron perdiendo poder e influencia, habida cuenta del predominio de una mentalidad utilitarista que abogaba por ir acortando o aboliendo privilegios y distinciones en virtud del nacimiento, y solamente justificables en función de la valía personal demostrable. Aunque, bien es cierto, que habría que esperar al triunfo del principio de igualdad ante la ley de la Revolución liberal para terminar con estas distinciones sociales.

Eduardo Montagut

viernes, 25 de diciembre de 2015

Las crisis: un ejercicio histórico

¿Qué es una crisis? En este artículo haremos unas cuantas reflexiones con el fin de intentar aportar algunas luces sobre este concepto que tanto nos preocupa.
Por crisis se entiende un período de cambio decisivo, una especie de punto de inflexión que determinaría la supervivencia o la desaparición de un individuo o personaje, una institución, un período, una condición, etcétera. También podemos definir una crisis como un período de inestabilidad, dificultades, cambios, y de transformaciones profundas. Una crisis es un concepto muy vinculado con el de decadencia, declive, o de depresión económica.
Pero, realmente, el concepto de crisis es un tanto ambiguo, precisamente por el uso indiscriminado y hasta abusivo que se hace del mismo en el ámbito de las ciencias sociales y en la historiografía. Se emplea para describir revoluciones políticas, para las tensiones en las relaciones internacionales y para las dificultades o ciclos de la economía, así como en las sociedades y hasta en el ámbito cultural.
El término tiene un origen heleno. En la Antigüedad fue muy empleado en el mundo de la medicina, y de esta disciplina pasó a la historia. En la época barroca, tan llena de contrastes y, precisamente, de crisis general, el término comenzó a hacer fortuna. Es en ese momento cuando se entendió que una crisis sería una especie de punto de inflexión, de cambio, como dijimos al principio. El concepto se generalizaría en los siglos siguientes. Es curioso como la vinculación médica de antaño fue aplicada posteriormente entre pensadores e historiadores al desarrollo histórico. Las sociedades serían como organismos vivos que experimentarían nacimientos, desarrollos, períodos de salud, otros de enfermedad y, por fin, la muerte, es decir, que tendrían momentos de auge y otros de crisis.
La historiografía del siglo XIX empleó mucho la idea de crisis. Hubo un gran interés en el estudio de los períodos o momentos críticos, en relación con las revoluciones, especialmente las liberales.
El marxismo dio una importancia enorme al concepto de crisis. Cada etapa histórica entraba en crisis y ésta daba lugar a otra época o etapa distinta y más avanzada, hasta el triunfo de la sociedad comunista.
En el siglo XX, el término terminó por generalizarse y vulgarizarse, con el peligro que hemos señalado. En los medios académicos se habla de crisis del Antiguo Régimen, de crisis del liberalismo, de crisis de la democracia, de crisis del capitalismo, etc.. Pero, a pesar del riesgo descrito, es cierto que se ha hecho un gran esfuerzo para definir los momentos o períodos de crisis en la historia. En el ámbito de la historia política, así como en el de la economía, el concepto está muy delimitado, es decir, se emplea de forma restringida, con márgenes muy marcados, frente a la historia social o cultural donde la idea es más fluida, con menos márgenes.

Eduardo Montagut

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Bismarck y las relaciones internacionales

Una vez completada la unificación alemana, Bismarck se convirtió en el árbitro de la política internacional durante las décadas de los setenta y ochenta del siglo XIX. Su principal objetivo era mantener la hegemonía de Alemania en Europa, que implicaba aislar diplomáticamente a Francia, su potencial enemigo, así como mantener unas buenas relaciones con Gran Bretaña, sin interferir en su imperio colonial, la máxima prioridad británica. Para cumplir sus objetivos requería establecer una serie de alianzas con Austria-Hungría y Rusia y, de ese modo, evitar que se entendieran con Francia.
Los medios empleados para llevar a cabo la política exterior de Bismarck fueron tres: fomento del potencial económico alemán, reforzamiento de sus fuerzas armadas pero, sobre todo, el diseño de una complicada y hábil política diplomática. Esa diplomacia se consagró en los denominados sistemas bismarckianos.
Bismarck comenzó a cambiar la política internacional europea con un acercamiento al Imperio Austro-Húngaro, en el año 1871. Su canciller, Beust, comprendió que debía aceptar la existencia de Alemania como la había diseñado Prusia y contra la que tanto habían luchado los austriacos. Posteriormente, el canciller de Hierro reunió a los tres emperadores, Guillermo de Alemania, Francisco José de Austria-Hungría y Alejandro II de Rusia, en Berlín en septiembre del año 1872. El propósito inicial era preservar la solidez el principio monárquico. Al año siguiente, la alianza se convirtió en la Liga de los Tres Emperadores y que confirmó el aislamiento francés, sin posibilidad de hallar un aliado importante. Las negociaciones fueron complejas por los intereses encontrados en el Danubio y por las evidentes diferencias religiosas pero, al final, primaron más los intereses comunes: el freno al creciente movimiento obrero y al cada día más potente nacionalismo de muchos pueblos, factores que amenazaban el orden establecido.
Pero es evidente que este primer sistema diplomático adolecía de graves problemas. La principal y determinante dificultad se encontraba en los Balcanes por la rivalidad entre Austria y Rusia, a causa de sus respectivas pretensiones de extenderse a costa de un Imperio turco en franca decadencia. Cuando Rusia declaró la guerra de 1878 y obligó a los turcos a firmar el Tratado de San Stefano, el frágil equilibro balcánico se rompió y Bismarck tuvo que intervenir a favor de los austriacos, como se puso de manifiesto en el Congreso de Berlín (1878). Rusia perdió gran parte de lo conseguido en el Tratado de San Stefano y Austria logró situarse en un plano de igualdad con Rusia, que se distanció.
Pero Bismarck, fiel a sus objetivos marcados, comenzó a diseñar un segundo sistema diplomático. En 1879 firmó un tratado secreto con Austria frente a Rusia, la conocida como Dúplice Alianza, aunque en 1881 convenció a los austro-húngaros sobre la conveniencia de acercarse, de nuevo, a los rusos. De esta hábil diplomacia surgió una nueva alianza entre los tres imperios, con una vigencia de tres años, según la cual sus integrantes se comprometían a mantenerse neutrales en caso de ser atacados por una potencia ajena.
Una parte o anejo de este segundo sistema bismarckiano fue la firma de la Triple Alianza entre Alemania, Austria e Italia, en mayo de 1882. Italia y Austria mantenían unas pésimas relaciones diplomáticas que arrancaban del proceso unificador italiano. Austria había sido el principal escollo a salvar, junto con el Papado, para el nacimiento de Italia pero la situación internacional estaba cambiando. Italia tenía malas relaciones con Francia, a causa del interés italiano en el norte de África, zona de clara influencia colonial francesa; de hecho, Túnez fue ocupado por Francia. Pero, además, en el sur mediterráneo francés vivían muchos italianos y se sentían maltratados por las autoridades francesas. Al incorporarse a los sistemas bismarckianos, Italia podía conseguir apoyo para sus aspiraciones coloniales norteafricanas y en la zona balcánica, en un eventual reparto de los dominios turcos.
El tercer sistema bismarckiano supuso un refuerzo del anterior. Se mantuvo la Triple Alianza y, además, italianos y británicos firmaron un acuerdo para frenar el expansionismo francés en el norte de África. A este acuerdo se incorporaron los alemanes y austriacos en los denominados acuerdos mediterráneos. La Alianza de los Tres Emperadores no fue renovada al terminar su vigencia de tres años, pero Bismarck consiguió que el zar firmara en 1887 el Tratado de Reaseguro con Alemania, por el que Rusia garantizaba su neutralidad en caso de ataque francés a Alemania y ésta no intervendría en una hipotética guerra entre Rusia y Austria.
Los sistemas bismarckianos permitieron el mantenimiento de la paz en Europa a costa del aislamiento de Francia. Bismarck se esforzó para evitar la guerra en dos frentes, dada la posición central de Alemania y lo consiguió mientras estuvo en el poder. Pero los complejos sistemas diplomáticos diseñados por Bismarck se basaban en un claro abuso de la diplomacia secreta y dependían de la habilidad de su creador. Cuando dejó de dirigir la política alemana, a principios de la década de los noventa, y se puso en marcha una nueva política exterior alemana de claro signo expansionista, además de recrudecerse los problemas balcánicos, los sistemas se derrumbaron y comenzaron a aflorar las tensiones acumuladas entre las potencias, en todos los ámbitos, iniciando una nueva etapa que culminaría en la Primera Guerra Mundial.

Eduardo Montagut

martes, 22 de diciembre de 2015

La unificación italiana

En este artículo planteamos un esquema general del proceso de unificación italiana.
Después del Congreso de Viena, Italia era realmente una “expresión geográfica” dividida en multitud de Estados. En el norte estaban el Reino del Piamonte-Cerdeña (Casa de Saboya) y los dominios austriacos de la Lombardía (Milán) y Véneto (Venecia). En el centro había un conjunto de pequeños Estados controlados por los austriacos –Parma, Módena, Toscana-, y se encontraban los Estados Pontificios bajo la soberanía del Papa. En el sur se encontraba el Reino de Nápoles o de las Dos Sicilias (Casa de Borbón).
Tras la dominación napoleónica y la reorganización del mapa italiano como resultado de las resoluciones del Congreso de Viena surgió en algunos sectores intelectuales y políticos italianos el deseo de crear un Estado único. Es el momento delRisorgimento, un movimiento intelectual que soñaba con la unidad de Italia, con ambiciones económicas, lideradas por los comerciantes e industriales piamonteses que deseaban un mercado mayor y único, y unos proyectos políticos diversos, ya que para algunos la unidad debía realizarse bajo la autoridad del Papa (Gioberti), otros bajo el rey del Piamonte (Cavour) y, finalmente, otros optarían por la república (Mazzini).
Las revoluciones de 1820, 1830 y 1848 fueron ensayos para poner en marcha la unidad, pero fracasaron. En el 48 comenzó a calar en algunos sectores populares la idea nacionalista al enfrentarse al Imperio austriaco, enemigo común de liberales y nacionalistas. El doble fracaso del movimiento liberal y nacionalista en el norte por la intervención austriaca contra los levantamientos milanés y veneciano con el apoyo del Piamonte, y en el centro con la intervención francesa contra la República romana, obligó a replantearse la estrategia a seguir.
En este período clave para la unificación italiana destacará la figura de Camilo Benso, conde de Cavour, liberal moderado al frente del gobierno del Piamonte, que convierte a este Estado en un régimen político liberal y al rey Víctor Manuel II en el candidato para liderar la lucha contra los austriacos. Cavour desarrolla una intensa actividad diplomática y consigue atraer a Napoleón III para que apoye su proyecto a cambio de recibir Saboya y Niza. El Piamonte y Francia entrarán en guerra contra Austria en 1859 y consiguen arrebatar la Lombardía (Milán), pero Napoleón decide retirarse y fuerza un pacto con Austria. Posteriormente, el Piamonte consigue hacerse con los estados de Parma, Módena y Toscana.
Mientras tanto, en el sur se están produciendo una serie de acontecimientos muy importantes. Garibaldi, un guerrillero republicano, héroe del 48, con un ejército de voluntarios, los “camisas rojas”, desembarca en Sicilia y Nápoles y derrota a los Borbones, con el apoyo de los campesinos sublevados. Garibaldi tenía un proyecto de unidad muy distinto al defendido desde el Piamonte. Pretendía una república con alto contenido social pero, al final, cedió ante Víctor Manuel y Cavour, porque primó más en su ánimo el deseo de unidad. Así pues, cedió el poder al rey del Piamonte.
El nuevo reino situó su capital en Florencia y aprovechó otros conflictos internacionales para completar la unificación. En 1866, valiéndose de la derrota de Austria frente a Prusia, ocupó Venecia; y en 1870, con la derrota de Francia frente a Prusia, ocupó Roma, donde se instaló definitivamente la capital de Italia.
El nuevo Estado italiano adoptó el sistema político liberal piamontés, una monarquía constitucional. Además se unificó la administración. El sistema electoral era censitario y muy restringido. Los sucesivos gobiernos, generalmente en una posición de centro liberal, se emplearon en políticas centralizadoras y de creación de una unidad real sobre la diversidad que suponía la larga historia dividida de los italianos. Pero el Estado italiano tuvo graves problemas que lastraron el desarrollo del mismo. En primer lugar, estaría la cuestión de la integración del sur atrasado. Frente a un norte desarrollado y que había tenido su propia revolución industrial, el sur italiano era agrícola, estaba muy atrasado y no se industrializó. En su seno nacieron sociedades secretas delictivas como la Camorra napolitana y la Mafia siciliana.
La integración de los católicos en el nuevo Estado fue muy compleja porque el Papa no reconoció la situación política y se consideró prisionero en Roma, una vez que los Estados Pontificios habían desaparecido.
El desarrollo de una política imperialista en África no dio los frutos deseados. Italia intentó incorporarse a la carrera colonial occidental pero sufrió serios reveses en Abisinia (Etiopía). Italia tenía una serie de reivindicaciones territoriales, ya que reclamaba el Tirol meridional y Trieste, en manos austriacas, al considerar que eran territorios de italianos por su lengua. Fueron los conocidos como territorios “irredentos” o no rescatados del poder extranjero.
Por fin, habría que tener en cuenta el desarrollo de un potente movimiento obrero poco propicio a colaborar con las instituciones.

Eduardo Montagut

lunes, 21 de diciembre de 2015

¿Qué entendemos por Edad Contemporánea?

La división de la Historia en edades,  etapas o períodos nace en Europa en el Renacimiento, cuando se contempla o define la etapa anterior, es decir, la Edad Media como un período intermedio entre la época clásica griega y romana y los tiempos modernos, representados por el Humanismo. La Edad Media tenía para los humanistas una connotación negativa, al considerarse que había sido un retroceso de la supuesta brillantez de la época grecolatina, que ahora se pretendía recuperar. Esta visión ha pesado mucho desde entonces, convirtiéndose en un tópico que hoy ya no se sostiene.
Esta división entre antiguos y modernos fue el inicio de partida de la posterior división de la época moderna en dos etapas separadas por una doble revolución, económica (Revolución Industrial) y política (Revolución liberal-burguesa), desencadenada en el mundo occidental a finales del siglo XVIII. A la segunda etapa se le denominaría Edad Contemporánea.
Pero este modelo de división de etapas es un producto de la cultura occidental y no se puede aplicar de forma clara, como una plantilla o molde, a otros lugares y culturas con desarrollos históricos distintos, además de que tampoco en el mundo occidental hay consenso en la denominación de etapas.
En el mundo académico anglosajón se entiende como Historia Contemporánea la historia a partir del siglo XX, reservando el resto para la Historia Moderna. En el resto de Europa occidental prima más la tradición cultural e historiográfica francesa que considera que la Edad Contemporánea nace con la Revolución Francesa a finales del siglo XVIII, siendo la Moderna la que iría desde el Renacimiento hasta la propia Revolución. En España se sigue este modelo. Aún así, conviene recordar que muchos aspectos de esa etapa que denominamos Moderna o del Antiguo Régimen pervivieron hasta la Gran Guerra en muchos lugares de Europa.
Por su parte, en la Europa oriental se considera que la Historia Contemporánea comienza después de la Primera Guerra Mundial, como en la tradición británica, aunque por razones distintas. En realidad, en esta zona europea no hubo profundos cambios entre el siglo XVIII y el siglo XIX, es decir, que se mantuvieron las estructuras políticas, económicas y sociales porque no se dieron Revoluciones liberales o fueron abortadas de raíz.
Por fin, en los países del mundo que consiguieron la independencia en los procesos de descolonización a partir de la Segunda Guerra Mundial, la Historia Contemporánea comenzaría a mediados del siglo XX, que es cuando se produjeron grandes cambios en su seno.
En conclusión, tenemos que recordar siempre que la periodización en Historia no puede ser rígida y debe obedecer a distintos criterios en función de realidades diferentes, así como a tradiciones de pensamiento propias. No se puede ni se debe aplicar un modelo a todas las áreas del mundo porque cada una tiene su propia historia.

Eduardo Montagut

sábado, 19 de diciembre de 2015

Federico II de Prusia: modelo de déspota ilustrado

Federico II tuvo como principal objetivo el engrandecimiento de Prusia y de su propio poder y puede ser considerado un modelo de déspota ilustrado. Tenemos que tener en cuenta que el despotismo ilustrado supone el culmen del absolutismo. Las políticas ilustradas podrían ser beneficiosas para el conjunto de la comunidad pero, en esencia, pretendían acrecentar el poder monárquico y si entraban en colisión con este principio no se adoptaban o se suspendían. Intentemos ver qué políticas para comprobar cómo fue su despotismo ilusrado. También terminaremos comprobando las sombras que generó esta forma de ejercer el poder.
En primer lugar, el monarca prusiano continuó con la política económica emprendida por sus antecesores fomentando la agricultura porque era condición fundamental para su política pronatalista. Necesitaba alimentar a una población creciente, pilar para construir un Estado poderoso en el centro de Europa. Pero el crecimiento agrícola tenía además una dimensión financiera, ya que podía sufrir una mayor carga fiscal con el fin de aumentar los ingresos del Estado. La agronomía fue una de sus pasiones, en el siglo de la fisiocracia. En la Prusia oriental promocionó la colonización de tierras, consciente de que había grandes regiones asoladas después de la Guerra de los Siete Años, con vacíos demográficos y núcleos urbanos arruinados. Para reconstruir estas vastas regiones buscó inmigrantes fuera de Prusia. En Frankfort-on-Maine y en Hamburgo llegó a reclutar unos trescientos mil inmigrantes, muchos de ellos holandeses y frisones. Eso le permitió crear novecientas aldeas nuevas. La inmigración recibió incentivos por parte del monarca con planes de repoblación forestal, irrigación de campos, aportación de materiales para construir, distribución gratuita de semillas y exenciones del servicio militar. Consciente de los avances agronómicos ingleses introdujo los piensos artificiales para el engorde del ganado bovino no sólo por su dimensión alimenticia sino también por el estiércol para el abono. Levantó silos para llenarlos de grano en previsión de los años difíciles tanto por malas cosechas como por guerras. Federico impuso su autoridad para que los nobles imitasen su política en sus tierras y dominios, especialmente en Silesia. Sin lugar a dudas, todos estos esfuerzos tuvieron resultados porque el Este se transformó en lo económico, además de la evidente germanización de los espacios.
Federico promocionó la producción textil en Silesia y de paños, gracias a la llegada de artesanos franceses. También se atendió a las industrias de lujo como la porcelana, los terciopelos y las sedas. Pero estas manufacturas necesitaban materias primas por lo que hubo que introducir la sericultura y la cría de ovejas merinas. Otro de los ramos manufactureros que se atendió fue el de la metalurgia. En este sentido se plantearon fundiciones en Spandau, no muy lejos de Berlín. La hulla se explotaba ya en la región del Ruhr.
En el plano comercial hubo una apuesta por la navegación fluvial. Se construyó el canal de Bromberg, entre los ríos Vístula y Oder. También se hizo el canal Finow entre el Oder y el Elba. En el comercio exterior se optó por crear una compañía privilegiada real, ya que el capital lo aportaría el Estado. También se fundó el Banco de Berlín y se estabilizó el thaler, la moneda prusiana.
El despotismo ilustrado sentía pasión por las reformas administrativas que pretendían crear un Estado fuerte y eficiente. Federico II ha pasado a la historia como un eficiente administrador pero, en realidad no hizo grandes reformas en esta materia. Lo que pretendía era poder recaudar más para poder financiar sus reformas militares encaminadas a la creación de un potente ejército, su gran pasión. En 1766 decidió poner al frente de la administración de Hacienda a un francés, Delahaye de Launay. El nuevo responsable no varió la base fiscal típica del Antiguo Régimen que, como es sabido, se sustentaba en el predominio de los impuestos indirectos, dadas las exenciones fiscales de los estamentos privilegiados. En Prusia los principales impuestos procedían de las aduanas, las tasas de las bebidas, y de los monopolios sobre el café y el tabaco. Pero este tipo de imposición siempre era impopular y hubo protestas.
El despotismo ilustrado también planteó reformas judiciales encaminadas no tanto a garantizar los derechos de los procesados, algo propio de las Revoluciones Liberales, como a humanizar algunos aspectos que la Ilustración consideraba como impropios de la civilización occidental. En el caso prusiano se suprimió la tortura y se plantearon algunos cambios en el procedimiento judicial para que hubiera más equidad. Mandó redactar un código pero la tarea se dilató en el tiempo y no se pudo aprobar en vida del monarca.
En materia religiosa Federico II garantizó a sus súbditos la libertad de profesar el culto que quisiesen, política tolerante que le permitió atraer a colonos y artesanos que tuvieran problemas en sus respectivos países. Pero una cuestión era la libertad religiosa y otra muy distinta la libertad de imprenta, por lo que la censura permaneció en vigor.
El despotismo ilustrado tuvo una especial preocupación por la educación. En Prusia se estableció una legislación que hacia obligatoria la educación hasta la pre-adolescencia pero eso exigía una fuerte inversión económica. No había maestros suficientes. En lo que sí se progresó fue en enseñanza secundaria, ya que Federico II estaba muy preocupado con la formación de los funcionarios. Fiel a su espíritu tolerante en materia religiosa acogió a los jesuitas expulsados de Francia, conocedor de la valía pedagógica de la Compañía. Por otro lado, impulsó la Academia de Berlín.
Federico engrandeció el ejército prusiano. Mirabeau, bien conocedor de esta materia por un libro que publicó, llegó a decir que Prusia no era un Estado con un poderoso ejército sino que había un ejército que ocupaba un Estado. En primer lugar, consiguió más que duplicar el número de efectivos igualando la cifra a la del ejército francés. Una parte de la tropa estaba compuesta por campesinos que podían volver a sus aldeas para las tareas agrícolas de la cosecha. El resto eran voluntarios, siendo muchos de ellos extranjeros, a los que se les permitía, además, poder trabajar en las manufacturas cuando no estaban de servicio. Estas dos medidas permitían tener soldados satisfechos y las tareas productivas no se veían alteradas con el consiguiente beneficio económico.
La oficialidad estaba compuesta por nobles. Se formaban en las escuelas de cadetes y los superiores después pasaban a la Academia de Guerra de Berlín. Federico tenía muy claro que sus oficiales debían tener este origen social porque solamente ellos tenían el sentido del honor y porque el valor de las tropas dependía del de sus oficiales.
El ejército prusiano se caracterizó por una fuerte disciplina. El adiestramiento y entrenamiento del soldado era muy estricto y se podía llegar al castigo físico con facilidad.
¿Consiguió Federico II su propósito de engrandecimiento de Prusia? En general, se puede afirmar que sí en algunas cuestiones mientras que en otras se quedó en lo más superficial, agudizando un problema fundamental. El territorio de Prusia aumentó a casi el doble. Se duplicó el número de habitantes pero las reformas administrativas no fueron profundas. Federico fomentó el enriquecimiento de la burguesía pero siempre impidió que tuvieran derechos políticos. Era algo propio del despotismo ilustrado, una intensa contradicción que solamente las Revoluciones Liberales solucionaron.

Eduardo Montagut

viernes, 18 de diciembre de 2015

El integrismo en la España del siglo XIX

En este artículo estudiaremos la ideología del integrismo y su articulación política en la segunda mitad del siglo XIX en España.
La ideología del integrismo se basó en dos cuestiones básicas: la condena papal del liberalismo y la utilización de la religión como opción política. En las encíclicas Mirari Vos (1832) de Gregorio XVI y Sylabus (1864) de Pío IX se condenaba sin paliativos el liberalismo y se prohibía a los católicos aceptar la separación Iglesia-Estado, la libertad de cultos, el origen humano de la autoridad, es decir, la soberanía nacional, la competencia de las autoridades civiles en materias como la enseñanza o el matrimonio y, por fin, la democracia.
En España el integrismo tenía forzosamente que vincularse al carlismo pero dicha asociación no fue automática ni completa. El integrismo comenzó a articularse a partir de los años sesenta del siglo XIX de la mano de Cándido Nocedal con la creación de un partido neocatólico que, en el Sexenio Democrático, se acercaría a la causa carlista. Nocedal se hizo con la jefatura del Partido Carlista y lo orientó en este sentido católico integrista. En esta misma época se inició con fuerza el activismo político de su hijo Ramón, especialmente en lo que se refiere a la propaganda, ya que comenzó a difundir las ideas integristas desde el “El Siglo Futuro”. Así pues, el objetivo de ambos Nocedal era ensanchar la base social y electoral del integrismo, queriendo superar lo estrictamente carlista en vista de las derrotas militares que estaba padeciendo después que Cánovas del Castillo se planteara de forma prioritaria acabar con el conflicto bélico, involucrando a Alfonso XII, como modelo de rey-soldado. Pero en el trabajo de hacerse con el espacio político que venía ocupando el carlismo desde los años treinta se presentó un competidor en la figura de Alejandro Pidal que, en 1881 fundó la Unión Católica, consiguiendo atraer a algunos sectores carlistas a la órbita de Cánovas. A la muerte de Cándido Nocedal en 1885, su hijo adquirió todo el protagonismo político en el seno del integrismo.
En 1887 salió a la luz el panfleto del cura Sardá, titulado muy significativamente El liberalismo es pecado, especie de catecismo o programa del integrismo, una ideología que no podía aceptar ninguna premisa o postulado liberal, ni tan siquiera en su versión doctrinaria o más conservadora. En lo organizativo el integrismo se articuló como partido político en España a partir del "Manifiesto de Burgos" del año 1888. Los integristas incorporaron las doctrinas políticas de la Iglesia, insistiendo en la crítica a la libertad de cultos, a la separación de la Iglesia del Estado, y a la libertad de cátedra y de la ciencia, precisamente en un momento en el que comenzaban con fuerza los impulsos renovadores en la educación y la ciencia españolas de la mano de la Institución Libre de Enseñanza.
El integrismo terminó agotándose por la tendencia a los enfrentamientos en su seno, aunque la Iglesia Católica española se empeñó en intentar aunar las diferencias internas para poder presentar una causa fuerte y común, por lo que se organizaron diversos congresos y reuniones con un evidente fracaso. Aún así, tuvieron una destacada presencia pública en la España de finales del siglo XIX, ya que no era infrecuente que se manifestaran en peregrinaciones, rosarios y marchas. Esa presencia, a pesar de su evidente debilidad política, enconó los ánimos del anticlericalismo español.
El movimiento se debilitó cuando Ramón Nocedal murió en 1907. Muchos integrantes del integrismo terminaron por vincularse a las distintas extremas derechas que fueron surgiendo en los años veinte y treinta en España.

Eduardo Montagut

jueves, 17 de diciembre de 2015

Reflexiones sobre el despotismo ilustrado

En este artículo nos interesaremos por el fenómeno del despotismo ilustrado: su significado en la historia y las consecuencias de sus limitaciones o contradicciones.
La mayoría de las monarquías europeas del siglo XVIII mantuvieron el sistema absolutista configurado en el siglo anterior. Solamente, Inglaterra inició la nueva centuria con una monarquía parlamentaria. Pero el absolutismo del siglo XVIII presentó una fórmula nueva, conocida como despotismo o absolutismo ilustrado, que recogía algunos de los rasgos de la Ilustración, especialmente en la manera de gobernar y en la aplicación de una serie de reformas. Estos monarcas, deseaban, como los ilustrados, la felicidad de los súbditos, pero siguiendo la máxima de: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Los monarcas del siglo XVIII potenciaron reformas en los ámbitos económico, social, educativo y cultural a favor de sus súbditos pero sin renunciar a ninguna de sus prerrogativas como depositarios de la soberanía y sin contar con la opinión de los gobernados. Recogieron parte del programa de los ilustrados para intentar modernizar sus estados, corregir abusos o suprimir algunos privilegios. Podemos apuntar varios rasgos comunes en la política reformista llevada a cabo por los monarcas ilustrados europeos: protección de las actividades económicas, especialmente de la agricultura y de las manufacturas, fomento de la educación y de las instituciones culturales y artísticas, subordinación de la Iglesia al Estado siguiendo los principios del regalismo, reformas administrativas y hacendísticas, realización de obras públicas y supresión de los vestigios más antiguos del feudalismo. Pero estas reformas no llegaron nunca a traspasar unos límites sagrados, ya que de hacerlo se pondría fin al sistema absolutista y a la sociedad estamental que lo sustentaba. Cuando las reformas podían resquebrajar el principio de su autoridad o trastocaban pilares fundamentales del Antiguo Régimen fueron abandonadas o ni tan siquiera tomadas en cuenta. El estallido de la Revolución Francesa provocó que casi todas las políticas ilustradas fueran frenadas por los monarcas europeos, como bien se puede estudiar en el caso español en los inicios del reinado de Carlos IV.
Entre los monarcas más destacados del despotismo ilustrado podemos citar a los siguientes: Federico II de Prusia, María Teresa y José II de Austria, Catalina de Rusia y Carlos III de España.
Los límites de las políticas reformistas que hemos apuntado estarían entre las causas del estallido de los procesos revolucionarios del último cuarto del siglo XVIII. Las monarquías fracasaron a la hora de afrontar los graves problemas socioeconómicos y políticos del momento porque no podían ni deseaban íntimamente adoptar reformas profundas. Pero, además, en algunos casos sus acciones abrieron las esclusas de la corriente revolucionaria. Cuando la monarquía francesa intentó afrontar una reforma fiscal de envergadura, agobiada por la más completa ruina económica, al proponer que los estamentos privilegiados colaborasen fiscalmente para afrontar la gravedad de la situación, provocó una fuerte reacción que, en última instancia, liberó todas las tensiones revolucionarias.
En definitiva, el despotismo ilustrado intentó adaptar la Ilustración para fortalecer el poder monárquico pero esto suponía una contradicción, ya que esas ideas ilustradas, en último término, perseguían el fin de la monarquía absoluta y de todo el Antiguo Régimen. Cuando fracasó el despotismo esas ideas nutrieron ideológicamente a los revolucionarios, aunque con otros métodos.
Eduardo Montagut